Después de su primer periodo presidencial, don Porfirio dejó “encargado” el puesto a su compadre Manuel González, a quien suponía fácil de manipular, y quien seguramente le devolvería la presidencia al terminar el periodo, pero el sustituto empezó a tomar decisiones sin consultar al caudillo, debido a una desmedida ambición de riquezas. A pesar de los golpes políticos que le organizaron los partidarios del general Díaz, González logro terminar su periodo, aunque muy maltratado en su imagen pública, que no era muy clara desde antes que asumiera el poder.
González estaba casado desde 1860 con Laura Mantecón Arteaga, “de estatura media, de formas muy femeninas, delgada, de ojos verde claro, con una mirada ligeramente triste, labios sensuales y cuellos y manos muy finas” como la describe Manuel González Montesinos.
Procrearon dos hijos, Manuel y Fernando, este último apadrinado por don Porfirio Díaz y a quien acompañaría en su viaje de exilio.
El general Manuel González era muy dado a la vida de crápula en los burdeles, y desde el principio del matrimonio dio muy mala vida a doña Laura, llegando en varias ocasiones a golpearla. También tuvo múltiples aventuras con jóvenes y aún tuvo varios hijos fuera del matrimonio, a los que luego reconoció. Su cinismo llegó a tal grado de enviar a su esposa a Cuernavaca para vivir en el hogar conyugal con una inglesa.
Su esposa soportó los malos tratos (que en su época eran bastantes comunes entre las mujeres mexicanas), pues así había sido educada y se veía muy mal que la esposa se quejara o tomara medidas para evitar su penosa situación. Durante los cuatro años que fue presidente, Manuel González vivió con otra mujer en la casa matrimonial instalada por el rumbo de Peralvillo. Fue en este periodo cuando se terminó la paciencia de doña Laura Mantecón, al cerrarle el general la puerta de su casa, ella decidió pedir el divorcio pues sobraban las causas para conseguirlo.
El código civil promulgado en 1870, autorizaba la separación de los esposos y la suspensión de algunas obligaciones, aunque no la disolución del matrimonio, pues esto iba en contra de una recia tradición religiosa. Doña Laura no encontró un abogado que quisiera hacerse cargo de su divorcio, por lo que ella misma redactó los memoriales de acusación y defensa. En ellos detallaba los malos tratos, golpes y humillaciones que había sufrido casi desde el inicio de su matrimonio.
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El general, que estaba en su periodo presidencial, reformó el Código Civil a fin de perjudicar aún más a su esposa y castigarla por el atrevimiento de haber hecho público el verdadero estado de sus relaciones, bastante conocida ya, pues el general era muy cínico. Algunos de los renglones modificados decían: “El cónyuge que diere causa de divorcio perderá todo su poder sobre la persona y bienes de sus hijos”, “perderá todo lo que se le hubiese dado o prometido por su consorte”, “la mujer no puede, sin licencia por escrito del marido, comparecer en juicio”.
Aquella era, una reforma con dedicatoria especial a mujeres como la del general, que se atrevieran a denunciar los abusos y malos tratos de sus maridos, lo que muestra su espíritu machista que no aceptaba, por orgullo, que una persona de la que se sentía dueño y señor se revelara y lo pusiera en evidencia. Y si Laura Mantecón no encontró un abogado que llevara su causa, mucho menos halló un juez que le hiciese justicia o testigos que la apoyaran en el juicio. Ni siquiera sus hermanos, cuñados ni su compadre don Porfirio Díaz aceptaron intervenir a su favor.
Tratando de sobrevivir, doña Laura estableció una escuela primaria, pero los profesores que contrató fueron acosados por la policía y la dejaron sola. Luego trató de hacer funcionar una casa de huéspedes, pero tampoco tuvo éxito por las mismas razones, así que emigró a Estados Unidos y estudió homeopatía. A su regreso a México, la señora no pudo ejercer su profesión, pues no se les permitía hacerlo a las mujeres, por lo que se dedicó a coser ropa para damas y a venderla en una pequeña tienda, hasta que fue cerrada por la policía. Laura quedó en la más negra miseria. Sus hijos, militares ambos, le ofrecieron sus sueldos para no pasar hambre, pero ella dignamente los rechazó.
Posiblemente lo que más afectó a la señora Mantecón, fue el hecho de quitarle el respeto de la sociedad y de sus hijos, ya que en los periódicos la acusaban de haber perjudicado a su marido – y la gente lo creía-, por “provocar, fomentar y utilizar el escándalo para desprestigiarlo y dar armas a sus opositores para atacarlo”. Murió en la capital, en diciembre de 1900 y fue inhumada en el panteón de Dolores sin ninguna ceremonia.
Debemos un reconocimiento a esta valerosa mujer que, contra las costumbres de su época, fue pionera en la defensa de la dignidad femenina, mientras que su marido pasó a la historia como muestra de corrupción, ya que utilizó el poder para su enriquecimiento personal.
Alicia Aguilar Castro