Mientras en los discursos se presume estabilidad económica y apoyo a los más pobres, en la vida cotidiana de millones de mexicanos se libra una batalla silenciosa: la lucha diaria por llevar comida a la mesa, pagar la renta, cubrir los servicios básicos, o simplemente sobrevivir con un salario que cada vez alcanza para menos. Los indicadores no esconden lo que se respira en los mercados, tianguis, tortillerías y tiendas de barrio: la vida está más cara, y el ingreso no se estira.
La inflación no solo se mide en cifras trimestrales del INEGI o del Banco de México. Se mide en angustia, en decisiones imposibles: ¿pagar el gas o comprar medicinas?, ¿llenar el tanque o ahorrar para el regreso a clases? Se mide en alimentos que desaparecen del menú familiar, en frutas o proteínas que se vuelven “lujo”, en servicios que se dejan de pagar, esperando que “no corten la luz esta vez”.
Sí, México ha sorteado las grandes crisis inflacionarias de décadas pasadas y mantiene, una inflación “contenida”. Pero hay algo que esas estadísticas ocultan: la diferencia brutal entre inflación general y la inflación alimentaria. Mientras que la inflación general ronda el 4 o 5%, productos básicos como el chile, el tomate, el huevo, el aceite o el pan han registrado aumentos del 20, 40 y hasta más del 60% en distintos momentos del último año. En comunidades rurales o alejadas, los aumentos son aún más agresivos. El costo de la inseguridad se refleja en el precio de los productos.
¿Quién protege al consumidor ante este escenario? En teoría, la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) tiene esa misión. Pero en los hechos, su papel ha sido más decorativo que estructural. Realiza operativos, publica listas comparativas de precios, clausura algún negocio como medida ejemplar. Pero no tiene ni el poder ni la voluntad política para frenar el abuso sistemático de grandes, intermediarios, monopolios agroalimentarios y empresas que inflan sus márgenes mientras el ciudadano paga las consecuencias o la influencia del crimen organizado en la economía.
El modelo económico se centra en la libertad de mercado, y en esa lógica, el consumidor tiene libertad. En la práctica, estamos solos frente a fuerzas económicas que no se regulan, y frente a un gobierno que, más allá de los programas sociales, no ha construido una verdadera política de protección al consumidor, sin ser proteccionista.
Los apoyos sociales, como las becas o pensiones, sin duda representan un alivio para millones. Pero no deben confundirse con un escudo contra la inflación. Son paliativos, no transformaciones. Estos programas se usan como instrumento político más que como estrategia económica. Se entregan transferencias, sí, pero no se invierte en controlar precios, en reducir la cadena de intermediación, en fortalecer la producción local de alimentos, o en garantizar empleos formales y salarios dignos. Los programas sociales son factor de aliento para la inflación.
La trampa es doble: por un lado, se presume apoyo a los más pobres, pero por otro se tolera y promueve la concentración de poder económico en unas cuantas manos. Así, mientras se entrega dinero con una mano, con la otra se permite que suba todo: la tortilla, la leche, la renta, la gasolina, los servicios.
El salario mínimo ha aumentado, pero para quienes ganan por encima de ese mínimo o trabajan en la informalidad, el aumento es simbólico o inexistente. Peor aún, la inflación se “come” ese incremento en cuestión de semanas. La brecha entre lo que cuesta vivir y lo que se gana se ensancha cada mes.
Hablar de protección al consumidor en México es, hoy por hoy, una simulación. Mientras no se ponga en el centro a la persona y se le siga tratando como variable económica o voto potencial, el costo de la vida seguirá siendo una carga injusta, desproporcionada y silenciada. Porque detrás de cada índice inflacionario, hay una historia humana: una madre que recorta el gasto, un joven que no puede independizarse, un abuelo que estira la pensión, una familia que renuncia al futuro para sobrevivir el presente.
Y la gran pregunta persiste: si el Estado no protege al consumidor… ¿entonces quién?
@aguilargvictorm