El poder político y social es embriagante para muchos, quienes lo ven como su puerta de escape a sus propias carencias y como la solución a sus resentimientos. Es el cúmulo de fuerza y de riqueza.
Es estar en la cima del mundo y ver al resto de los seres humanos como seres inferiores que nacieron para obedecer y callar. A veces esa cima no lo es tanto, pero ellos, los pequeños poderosos la perciben de forma excepcional. ¿Cuántas veces se repite aquél: “Se subió a un tabique y se mareo?”.
Por supuesto hay quienes han utilizado el poder para beneficiar a su gente, a su país, a su nación a su presente y futuro en donde todo debe ser para todos. Políticos a la altura del arte han sido Winston Churchill y Charles de Gaulle, quienes vivieron la Segunda Guerra Mundial y de sus decisiones dependía la vida o la muerte de millones de seres humanos en el mundo. Y a pesar de las desgracias salieron airosos. Gandhi es otro caso, en la India. Lázaro Cárdenas aquí.
Pero el poder está ahí, y son los hombres y mujeres quienes lo otorgan, mandantes, y son otros hombres y mujeres quienes lo reciben, mandatarios. En todo caso, el pueblo es el que otorga, el político es el que lo recibe para hacer buen uso de este poder, para construir naciones y soluciones. Para dar mejor vida y seguridad y estabilidad a los mandantes.
Y de nueva cuenta una y mil veces aquella frase sacramental con la que se coronaba a los reyes de Aragón en el siglo XV y XVI: “Nosotros, de quienes uno es tanto como vos, y juntos más que vos, os hacemos rey para que cuides nuestros fueros y privilegios, y si no: no”. Punto.
Eso es algo que con toda frecuencia olvidan los mandatarios. Los políticos y funcionarios de todo nivel y en todo territorio. Que deben ser consecuentes con ese poder que se les otorga, no es regalado, tiene que corresponder a las buenas acciones de gobierno en razón a los grandes intereses sociales… Y tal.
Pero de qué están hechos estos mandatarios. ¿Quiénes son? ¿Cómo es que llegaron ahí? ¿Cómo obtuvieron la atribución del poder? ¿Cómo lo usan? ¿Para qué?
De pronto un grupo de hombres y mujeres se hacen del poder. Se les otorga por la vía de la democracia, aunque no siempre esa democracia esté consolidada o tenga tan grandes vacíos que favorecen la corrupción política y se impone a gente que no tiene los merecimientos que corresponden a gente de bien, y ya desde ahí se configura una cierta forma de traición …
Y sí, por el contrario, con mucha más frecuencia de lo que uno supone, como es el caso de México, se hacen del poder tanto políticos como funcionarios cargados de resentimientos, de odio, de sed de venganza, de ultraje. Y olvidan que son mandatarios, y que son ellos los que tienen que obedecer y callar.
Recientemente fuimos testigos, todos los mexicanos, y en el mundo, de cómo esa clase política mexicana se exhibió a modo abierto, en canal; de lo que es capaz para acumular poder, fuerza, rencor, venganza, obediencia ciega y dañina.
Al llamado presidencial de aprobar una Reforma Judicial, acudieron todos los obedientes siervos del poder político supremo. Obedecieron sin chistar. Sin cuestionar si lo que habrían de aprobar era justo o injusto. Como pingüinos, al unísono aplaudían y emitían graznidos de regocijo. Un regocijo no por los mexicanos, sí porque ellos serán parte de lo que se conocerá como la gran traición…
Y en su afán de acumular poder para el Ejecutivo, invocaron a lo peor de su calaña: A falta de votos suficientes llamaron a políticos corruptos a sumarse a su encomienda. Y al hacer esto también se corrompían. Y aquellos que habían jurado defender la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y sus preceptos, pues nada, que precisamente sería esa Constitución la agraviada por todos ellos…
Porque Palacio Nacional quería cumplir su capricho. Quería someter a quien se atrevió a saberse un poder independiente y autónomo en una República que de por sí cojeaba de una de sus extremidades: El Legislativo.
Y hubo traidores. Dos, tres… los suficientes para que se aprobara la Reforma Jurídica. Ya está hecho. Pero también está hecho que quienes la aprobaron, de uno u otro partido, el partido oficial y sus aliados mostraron su incapacidad para hacerlo de forma legal y transparente. Sí utilizaron toda clase de artimañas para someter a los políticos que tienen cola que les pisen: y se las pisaron.
Corrupto el que corrompe, corrupto el que se deja corromper. Eso es. Y todos ahí: esa clase política mexicana que avergüenza a la democracia, que avergüenza a quienes lucharon por una patria limpia y cristalina:
Con excepciones mínimas, todos, o casi todos, de todos los partidos, son políticos que no merecen estar ahí, porque a ninguno le interesa el país, sí les interesan sus propios intereses y su futuro político, su poder mal entendido y su momento precioso de mandatario. Son los Yunes, los López, los todos.
Doloroso todo. Y duele sí, duele el país, duele la patria, duele la nación y duele que ya no hay República en el sentido estricto de su germen y destino. Y como dijera Carlos Fuentes en “La región más transparente”: “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer”.