En Italia el teatro es para todos. El gran gusto de los italianos por asistir al teatro ha generado el surgimiento y desarrollo de numerosas compañías teatrales, así como de cooperativas de servicios en las que convergen un sinfín de actores, malabaristas, cantantes, poetas, músicos, escenógrafos y diseñadores de luces, entre otros. Éste es un mundo maravilloso lleno de color y música donde te encuentras con los magos del disfraz y la elegancia, o con el brujo de los trapos que, con holanes de encaje y líneas negras, transforma la silueta humana expresando los laberintos del ser. O están aquellos que, con polvos y brochas, borran del rostro las cicatrices del alma. Los peluqueros te acarician y alargan los cabellos con lacas, formando chongos con las crestas cada vez más altas. Con cierta magia adornan las sienes, los rizos tiesos de gel más brillantes que las estrellas. Cuando todo está en silencio, de repente un rayo de luz eclipsa los sentidos, se trasluce la sangre latiendo en las orejas. Con luz propia, las partículas de polvo brillan suspendidas y se alborotan con el aire que el telón dispersa mientras se abre. Las duelas del escenario crujen con los pasos cautelosos, algunos penetrando oscuridades ciegas. Entonces, el teatro toma posesión de la vida entera.
La esencia de Franco Zeffirelli venía, sin duda, de los más altos cielos teatrales. Era el mago de los magos, abrazaba todo ese mundo, pertenecía a él, quien lo creaba. Su gran sensibilidad artística y multidisciplinaria la expresó como director de cine en “Hermano Sol, Hermana Luna”, “Un té con Mussolini”, “Callas Forever”, “Jesús de Nazaret” y “Romeo y Julieta”, entre otras películas. Sus montajes operísticos con María Callas en la “Scala di Milán” son parte de la Historia Universal del Arte. En el Coliseo de Ravena, bajo las estrellas del cielo de verano, la fuerza de la música y la intensidad dramática de sus espectáculos hacían temblar la Tierra. Él se encargaba de los más mínimos detalles, desde escoger los hilos con los que se harían las telas del vestuario, hasta la creación de aquellas majestuosas estructuras escenográficas que, en mis sueños, yo le iluminaba cual escena de la Vía Láctea.
Un día fui siguiendo a Zeffirelli por una senda oscura, pero lo perdí de vista entre los altos muros de piedra que acentuaban la penumbra. A mi alrededor, cientos de almas se abrían paso guardando silencio; sólo se distinguían las siluetas en movimiento. A lo lejos sobresalía una enorme caja de madera que brillaba con luz propia, iluminaba mi cara y cegaba mis ojos. Yo sentía con claridad el palpitar de lo que estaba dentro. A tientas llegué hasta ella, sumergí con cautela mis manos, sentí el roce de los satines que, cual serpientes, tremolaban en mis oídos. Era una gran celebración de sedas, linos, terciopelos, algodones peinados, vaporosas, cordones, listones y tocados; eran los trajes de los personajes varios de las películas y óperas dirigidas por el maestro Franco Zeffirelli. De la caja de madera emanaban desde aquellas túnicas que usó Jesús de Nazaret en sus suplicios, hasta aquellos vestidos elegantes de las mujeres inglesas de un “Té con Mussolini”, incrédulas ante la guerra. Dispuse aquellos preciosos trajes desfilando a punta de flecha. Coloqué primero a la Hermana Luna con su vestido blanco; atrás de ella, el Hermano Sol, el mismísimo San Francisco de Asís. Y así, un sinfín de trajes guardianes del alma de los personajes de su tiempo. Los predispuse como Fabio Marchioni y yo habíamos proyectado, pero en un momento de contemplación sentí que les faltaba algo; les faltaba estar inmersos en la mística atmósfera del teatro, así que soplé de mis manos los colores del arcoíris. A la Hermana Luna la iluminé con la luz color de luna, blanca como ella; la luz azul en sus adentros corría como el agua de un iceberg a contraluz. El cálido ámbar era como el resplandor de santidad que dibujaba la silueta de Sor Clara, que se expandía en cada alma, cada color, cada pasión y cada tono. Ahora brillaban las luces de colores iluminando los trajes que parecían tener vida propia. Era un gran espectáculo. Eso pensé por un instante hasta que una incisiva voz interrumpió mi sueño:
—¿Qué es esto? ¿Y él… ya lo sabe?
Las luces de colores crearon un gran escándalo dentro del sobrio salón medieval que ya no estaba oscuro; aquellas siluetas silenciosas dejaron de ser anónimas pues sus rostros se iluminaban al asomarse a ver lo sucedido. Los trajes suspendidos en el aire emanaban luz propia, podría haber sido el final del mundo, pero eso no era nada en comparación a lo que sucedió ahí adentro cuando se empezaron a oír murmullos en el eco de aquello fríos muros de piedra:
—¡Ahí viene, ya está aquí!
Cualquier persona, cuan imponente, respetada y esperada sea, tendrá que entrar por la primera de todas las salas, pensé, mientras las luces de colores brillaban detrás de mí. Era exactamente ahí donde yo me encontraba. Al parecer, aquella persona era por cuya autorización me preguntaban. No había más tiempo para anular el hechizo de colores, no había esperanza. Ante la exclamación de asombro de todos los que estaban ahí, entró por aquella puerta el maestro Franco Zeffirelli en silla de ruedas. El gran maestro estaba ahí, delante de mí, inmóvil en la puerta desde donde la claridad de la Plaza de la Señoría se filtraba iluminando su silueta a contraluz, tal como el resplandor que había puesto al vestido de la Hermana Luna. Pensé que se trataba de una visión. Desde donde él estaba, sus ojos recorrían cada uno de los trajes de los personajes de sus películas y majestuosas óperas; miró lentamente de arriba hacia abajo el vestido iluminado con la luz color de luna, después siguió a buen ritmo su recorrido por la sala para regresar por donde había empezado. Se detuvo, enfocó la mirada y fue en ese momento en que conocí su voz clara:
—¡Estupendo!
Aquel “Estupendo” de Zeffirelli lo guardo siempre vivo dentro de mí, es como el canto de cien cenzontles, como el primer amanecer de la historia de la Tierra, como la fuerza de las mareas de todos los mares, como el perfume de todas las frutas, como las sombras del atardecer en un bosque húmedo. No podría nunca enumerar las cosas hermosas de la vida que puedan equiparársele. Y cuando en ese sublime momento me encontraba, preguntó:
—¿Quién hizo esto?
Mi garganta era un nudo. Así, muda, lo miré. Él con actitud apresurada, porque el tiempo apremiaba, me dijo:
—Vieni, piccola! (que en italiano quiere decir: Ven, pequeña).
De ahí en adelante, de la mano del maestro caminé un camino nuevo, recreamos una atmósfera teatral con las luces de colores. No eran necesarias las palabras entre nosotros, porque con colores expresamos las más intensas, mundanas y santas emociones. Aquellas luces colocadas en lugares y colores no convencionales daban vida a los personajes de los trajes. Con ello se animaba la escena de un boceto y brillaba dramáticamente la piedra preciosa del tocado. De esta manera creamos juntos una obra de teatro de la “Retrospectiva de Franco Zeffirelli” en el Palacio Viejo de los Medici, en la Plaza de la Señoría, en la ciudad de Florencia, Italia, la cuna del Renacimiento.
Mientras todo eso pasaba, yo le contaba a mí maestro que, en Oaxaca, todo es color, de cómo los trajes de sus mujeres son bordados con los colores de las flores de buganvilia, de cómo las tejedoras hacen ese gran hechizo cuando todos los colores brillan juntos, en armonía, sin apegarse a una sola teoría; de cómo cuentan la historia de su pueblo y de ellas mismas en cada trama teñida por el caracol y la cochinilla. Tal vez sea ésa la razón por la que todos los oaxaqueños siempre regresamos a nuestro pueblo, a ser iluminados por nuestro sol debajo de este pedazo de cielo, para seguir viendo a nuestros ancestros en los altares de muertos, para descansar en el regazo de nuestras madres que nos arrullan dando paz a nuestra alma.
En homenaje al gran maestro Franco Zeffirelli (1923-2019) quién, en cierto modo, vivió los colores que iluminan Oaxaca.

Texto: Nora Isela Ortiz Muro