El domingo 1° de junio de 2025, México votó en una elección histórica. No sólo por su magnitud, con más de 20 mil cargos en juego, sino por el debate de fondo que empieza a delinear el futuro de nuestra democracia: ¿qué significa realmente que los jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte ahora sean electos por voto popular?
Ya no se trata de una promesa de campaña ni de una idea en debate. Aprobada formalmente en septiembre de 2024 y ratificada por los congresos estatales, la reforma constitucional que establece la elección directa de los integrantes del Poder Judicial ya es una realidad jurídica. Promovida por la coalición oficialista y defendida con fuerza por la presidenta Sheinbaum, esta reforma ha sido presentada como una medida democratizadora, una respuesta al supuesto elitismo de jueces y ministros. Pero su aprobación abre una puerta que, si no se cierra con cuidado, podría hacer colapsar uno de los pilares más importantes de una república democrática: la independencia judicial.
Porque elegir jueces suena democrático, sí. Pero también lo sería votar por el médico que nos hará una operación a corazón abierto. O por el ingeniero que firmará la seguridad de un puente. Es una democracia mal entendida: la que cree que todos los problemas se resuelven con urnas, sin considerar que la esencia de ciertos poderes del Estado es, precisamente, su distancia del vaivén electoral.
El Poder Judicial no está para agradar al electorado. Está para limitar al poder, para frenar al presidente si se excede, al Congreso si legisla con negligencia, al Estado cuando viola derechos. Por eso se diseñan sistemas en los que los jueces tienen estabilidad en el cargo, autonomía económica, selección por méritos y controles técnicos. Sustituir eso por una lógica de campaña electoral es desnaturalizar la función judicial y volverla vulnerable al peor de los enemigos de la justicia: la popularidad inmediata.
Estados Unidos, que muchas veces se toma como ejemplo, ofrece advertencias claras. En los estados donde los jueces son electos, se ha documentado cómo estos modifican sus decisiones dependiendo del ciclo electoral. En años de reelección, son más severos con migrantes, con jóvenes o con imputados de delitos violentos. También se ha visto cómo las donaciones de campañas a jueces electos provienen de grupos empresariales con intereses litigiosos. ¿De verdad queremos abrir la puerta a ese modelo en México, donde la corrupción y el crimen organizado ya rondan los tribunales?
Además, hay un componente de oportunismo político evidente. Quienes hoy impulsaron la elección de jueces no lo hicieron desde la reflexión técnica o el consenso plural, sino desde el desencanto —y el enojo— con un Poder Judicial que ha frenado reformas clave del gobierno. Se trata más de castigar a los actuales ministros que de mejorar el acceso a la justicia. Y eso no es reforma, es vendetta.
Por supuesto que el Poder Judicial mexicano necesita cambios urgentes. Las quejas por corrupción, insensibilidad y lentitud son reales. Pero el camino no es sustituirlo por un circo electoral, sino fortalecer sus mecanismos internos de rendición de cuentas. Reformar el Consejo de la Judicatura, abrir los procesos de designación a la sociedad civil, blindar la carrera judicial de favoritismos y poner a los jueces bajo la lupa pública sin ponerlos a competir en mítines.
Porque, seamos claros: los jueces no son políticos. No deben estar sometidos a encuestas, aplausos ni campañas. Su trabajo es decir que no, incluso cuando todos gritan que sí. Su tarea es incómoda, solitaria, a contracorriente. Y esa es su principal virtud.
Lo que se juega con esta reforma no es sólo un modelo de justicia. Es el equilibrio de poderes en México. Es la posibilidad de que exista una instancia que diga: “Aquí no se puede”, cuando todo el resto del sistema empuja hacia el exceso. Si volvemos electoral a la justicia, la volvemos dócil. Si le quitamos la independencia, le quitamos el alma.
Por eso, la elección judicial ya no es una advertencia, es un hecho. Pero aún estamos a tiempo de contener sus peores efectos. No todo lo que gana en las urnas es bueno para la democracia. A veces, las mayorías también se equivocan. O, peor aún, son llevadas al error con discursos seductores pero peligrosos.
México necesita más justicia, no más jueces en campaña. Necesita instituciones que resistan al poder, no que se plieguen a él por miedo a perder votos. Y necesita una ciudadanía que no confunda participación con control absoluto del Estado. Si de verdad queremos un Poder Judicial cercano al pueblo, empecemos por hacer que cumpla la ley, no por someterlo a la voluntad de las masas.
En un país tan desigual, tan violento, tan capturado por intereses oscuros, la independencia judicial no es un lujo: es una necesidad. Y convertir a los jueces en candidatos es, francamente, una temeridad.