“No usaré la toga de ministro”, fue una de las primeras declaraciones del licenciado Hugo Aguilar Ortiz, probable nuevo presidente de la SCJN. No sé si lo traicionó el subconsciente o, de plano, acepta que la prenda le quedará grande.
Sí no usará toga es seguro que usará la guayabera, una magnífica prenda de vestir cuyo origen está en Cuba. Una prenda fresca y versátil que igual sirve para ir a una elegante boda que para dar un discurso populista ofreciendo pensiones a diestra y siniestra.
Pero la guayabera en el cuerpo de un político deja su elegante significado y se transforma en el símbolo de populismo irresponsable, autoritario, corrupto y tramposo. Tales atributos son gracias a Luis Echeverría, el populista de los años 70 que amó a Cuba e inspiró a AMLO como para autonombrase el cuarto transformador del país. Solo que Echeverría se declaró así mismo igual, pero 50 años antes.
Al rechazo a la toga por parte del licenciado Aguilar habrá que darle la interpretación carnavalesca que amerita tras haber conseguido el puesto no por sus méritos académicos y judiciales sino por el uso del acordeón propio y símbolo de los alumnos más tramposos de cada generación. “Activistas” se autonombran ahora muchos de ellos, y se envuelven en la bandera de todo tipo de causas para ocultar que su vida la han dedicado al borlote, las protestas muchas de ellas por dinero y en un rechazo a occidente y su cultura, pero sin soltar el “Iphone” y el volante de su camioneta Jeep.
Pero la guayabera populista tiene un significado más siniestro y mortal para los periodistas. Es el símbolo de la represión y la guerra sucia de los años 70 y 80 contra la que dicen lucharon los que hoy, desde Morena, tienen el control del país. La represión encubierta y abierta contra la prensa hoy se retoma en manos de este régimen cuyo mote, PRI-MOR, le queda como anillo al dedo.
El hecho de que el futuro ministro se niegue a usar la toga es una muestra de desconocimiento de las leyes. No resulta extraño cuando vemos que su experiencia está en el activismo indigenista, que ha logrado avances, pero que una buena parte de ellos se sometieron al gobierno de AMLO para justificar sus obras faraónicas, la destrucción de la naturaleza y el desprecio por comunidades que quedarán al paso de los parques industriales y las modernas vías que las conectarán.
El discurso indigenista los viste de legitimidad, al menos frente a sus simpatizantes, pero al hacerlo rebajan la identidad de los verdaderos indígenas a un mero recurso político superficial convirtiéndolos en estereotipos. Al romantizar el indigenismo con fines políticos nos hacen creer en una supuesta superioridad moral o ser poseedores de atributos que no tienen más que en el discurso falsario. Suele presentarlos como sujetos en armonía profunda con la naturaleza y ajenos al mundo moderno u occidental, negando con ello la complejidad de nuestra sociedad y banalizando los graves problemas de exclusión en que viven las comunidades marginadas.
Para regímenes populistas como el que tenemos, el uso del indigenismo es selectivo y convenenciero. Felipe Calderón, liberal, tuvo a su diputada indígena, Eufrosina Cruz, la 4T, populista, tendrá a su ministro de la SCJN. Si bien el indigenismo puede ser una valiosa herramienta para reivindicar a una parte de México históricamente vulnerable y excluido, el uso oportunista de ellos por parte de un gobierno encabezado por una presidenta con orígenes familiares en Lituania termina por ser solamente una manipulación simbólica más que terminará por reproducir las mismas desigualdades que dice combatir.
El mensaje indigenista no debería ser el negarse a usar toga, debería ser congruente con su supuesta superioridad moral y rechazar un cargo logrado de forma tramposa y para el que carece de preparación alguna. Quedará sometido a lo que tanto rechazan los indígenas, a dos personas blancas y de origen extranjero: AMLO, un español renegado y Sheinbaum, de origen lituano.
El futuro ministro podrá usar guayabera o calzón de manta si quiere, pero eso no ayudará a cambiar la realidad de un país en el que sobran los demagogos y faltan personas que asuman la realidad de los hechos y, a partir de ahí, construyan un país mejor.
Libertad de expresión
La libertad de libertades como lo es la de expresión está en retroceso. El régimen ya tiene el control absoluto del Estado y sus instituciones y, poco a poco, nos lo dejará sentir con todo el peso con que la ley se aplica a los enemigos y nada de gracia que será solo para los amigos. Hoy el régimen sigue cerrando la pinza, aunque no de manera directa, pero si a través de la implementación de controles sutiles a través de medios económicos y la negación de recursos. La compra de “youtuberos”, reporteros y medios contrasta contra lo que queda de periodismo crítico.