Jardín Sócrates, un oasis en el desierto de asfalto
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Jardín Sócrates, un oasis en el desierto de asfalto

El Jardín Sócrates se caracteriza por la venta de nieves oaxaqueñas, las que hace varias décadas se hacían con el hielo traído de la sierra


Fotos: Adrián Gaytán / Turistas y vendedores avivan el Jardín Sócrates, un espacio dedicado a las nieves
Fotos: Adrián Gaytán / Turistas y vendedores avivan el Jardín Sócrates, un espacio dedicado a las nieves

Un hombre sin hogar le habla a su perro y le pone una gorra. Su conversación parece no tener respuesta y el peludito prefiere seguir acostado a los pies de su propietario, sentado en la fuente del Jardín Sócrates.

—¿Una boleada? ¿Boleada, boleada?

El bolero cruza el jardín con su cajón y un morral que de blanco ha pasado a otros tonos por el constante uso y, quizá, por la grasa que queda en las manos de su dueño.

Los turistas parecen tener claro hacia dónde dirigirse, pero él va hacia las escaleras que comunican con la avenida de La Independencia, donde el ruido de los motores predomina en el ambiente, y vuelve haciendo en el piso una “X” imaginaria.

El jardín se caracteriza por la venta de nieves oaxaqueñas, las que hace varias décadas se hacían con el hielo traído de la sierra, según cuentan algunos neveros que mantienen el oficio de sus abuelos y padres. En las mesas, los jicapextles con banderas de papel picado y la decoración de los techos en las casetas metálicas muestran un ambiente festivo, de alegría, de un “oasis” en medio de un desierto de asfalto y aire caliente aunque el día esté parcialmente nublado.

—Pásele joven, ¿qué le sirvo? ¿Una agüita? ¿Una nieve?

El empleado de uno de los locales repite el discurso para pelearse por la clientela que a las 11:00 horas es prácticamente nula.

—Le damos la muestra del sabor que guste —agrega su compañera del local.

 

El jardín se caracteriza por la venta de nieves oaxaqueñas.

 

Pero para aquel hombre sin hogar, quizá de poco más de 30 o 40 años, la alegría es ajena. Ensimismado en sus pensamientos, toca su barba y con la otra mano toma una de sus pocas pertenencias: un bolso rojo con orillas azul marino en las que lleva cajetillas vacías de cigarros y el volante de una tienda. Su gorra, ya puesta de nuevo en su cabeza, unos jeans rotos, la sudadera blanca y un tenis rojo completan su patrimonio.

El sueño parece vencerlo como a su fiel can de tamaño mediano y pelos en tonos café, que no se ha levantado del piso en al menos la última media hora.

—¿Una pulsera del sistema solar? ¿Un collar del árbol de la vida?

Nadie se acerca a ellos, sólo los observan. No así al balón de futbol viejo que yace sobre las losetas del Jardín Sócrates, al que de pronto han pateado una turista, un hombre que al teléfono negocia en idioma inglés, los músicos recién llegados con la marimba o la empleada del local de nieves. A la sombra de los longevos laureles, el piso podría ser como aquel mar o isla en que el personaje de Tom Hanks, Chuck Noland, estuvo náufrago por años. Y el balón, su inseparable “amigo” Wilson.

Aunque aquí, en la Oaxaca de la Guelaguetza, aquel hombre en situación de calle es un náufrago que ha adoptado como amigo a un perro que, quizá como él, ha perdido su hogar. Decenas pasan a su lado, los miran, pero pasan de largo. Hasta que una vendedora ambulante se sienta a su lado y empieza la conversación.


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