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SIN PERMISO, SIN MIEDO

MIREYA NATALI CRUZ LÓPEZ

Que la vergüenza cambie de bando

El cierre de este año trajo una noticia estremecedora: la historia de Gisèle Pelicot, una mujer que durante casi una década fue víctima de uno de los crímenes más atroces que podamos imaginar. Su esposo, Dominique Pelicot, no solo la drogó y violó repetidamente, sino que además permitió que decenas de hombres hicieran lo mismo mientras ella estaba inconsciente.

Leer esto provoca un nudo en el estómago. No solo por la magnitud de la violencia, sino por lo que esta historia nos dice sobre nuestra sociedad: ¿cómo es posible que algo así haya ocurrido por tanto tiempo sin que nadie lo notara? ¿Cómo es que tantos hombres participaron sin cuestionarse su propia complicidad?

Uno de los aspectos más inquietantes del caso es que Dominique y los hombres que participaron en estos abusos eran, aparentemente, hombres “comunes”:

Bomberos, periodistas, jardineros, enfermeros, electricistas. Personas con familias trabajos y vidas que desde afuera parecían “normales”.

Esto rompe con el estereotipo del monstruo; violador, esa figura lejana y extraña que nos han enseñado a temer. Pero la realidad es que los agresores no son ajenos a nosotras; están cerca, en nuestras familias, en nuestras comunidades, incluso en nuestras camas. Este caso nos obliga a confrontar esa verdad incómoda: la violencia sexual no siempre viene de extraños, sino de quienes deberían protegernos.

Aún más perturbador es que muchos de los hombres involucrados no se veían a sí mismos como violadores. Algunos argumentaron que no era violación porque “su marido les había dado consentimiento”. Otros dijeron que pensaban que era un juego sexual. Este razonamiento evidencia una cultura que minimiza y normaliza la violencia sexual, que ignora el consentimiento y despoja a las mujeres de su humanidad.

¿Cómo hemos llegado a un punto donde una mujer inconsciente no es vista como una persona, sino como un objeto disponible? ¿Cómo es que el deseo de poder sobre un cuerpo puede anular por completo la empatía, la decencia y la humanidad?

Esta historia, también es una historia de resistencia. A sus 72 años, Gisèle renunció al anonimato, que la ley francesa le otorgaba como víctima de violación.

En cambio, decidió mostrar su rostro, contar su historia y permitir que el juicio de su esposo fuera público.

En un acto de valentía, pidió que los videos grabados por él fueran mostrados en la Corte. Quería que el mundo viera la magnitud de lo ocurrido y enfrentara una realidad que a menudo preferimos ignorar; exigió llevar un juicio a puertas abiertas, para que la sociedad pudiera asumir y debatir afuera lo que se juzgaba adentro.

Gisèle no solo buscaba justicia para ella; quería que esta historia se convirtiera en la voz de miles de mujeres que por vergüenza y miedo callan. Quiso que, como sociedad, dejáramos de avergonzar a las víctimas y comenzáramos a señalar a los agresores, para que, citando a la activista Gisèle Halimi, la vergüenza cambie de bando.

Este caso resuena de manera dolorosa en países como México, donde la violencia sexual es una epidemia. Cada hora, cuatro mujeres son agredidas sexualmente en nuestro país. Sin embargo, el 98.6% de los casos NO se denuncian. No es difícil entender por qué: cuando una mujer alza la voz, enfrenta no solo a su agresor, sino a un sistema judicial que la cuestiona, la revictimiza y, muchas veces, la deja sin justicia, pero además a una sociedad que también juzga a la víctima.

Lo vivimos este año, cuando un juez absolvió a un hombre acusado de abusar de su sobrina de 4 años porque, según él, la niña no mencionó el lugar, el día y la hora. Este tipo de decisiones no solo permiten la impunidad; también refuerza el mensaje de que las víctimas están solas.

La valentía de Giséle nos interpela como sociedad. Nos obliga a preguntarnos ¿qué estamos haciendo para combatir esta cultura de silencio y complicidad? ¿Estamos escuchando a las víctimas, apoyándolas, creyéndoles? ¿Estamos cuestionando las narrativas que normalizan la violencia y justifican a los agresores?

Gisèle decidió alzar la voz y enfrentar a sus agresores porque sabía que el silencio solo deja el poder de quienes violentan. Su historia es un recordatorio de que el cambio comienza cuando dejamos de callar.

Hoy, más que nunca, debemos asumir el desafío de cambiar esta realidad. Que la vergüenza deje de ser una carga para las víctimas y se convierta en el peso que los agresores y una sociedad cómplice deben cargar. Porque cada mujer que encuentra el coraje de hablar no solo busca justicia para sí misma, sino para todas nosotras.

Su voz es nuestra voz, y su lucha es la nuestra. No podemos permitir que siga ocurriendo. Y cito a Gisèle “pienso en las víctimas, cuyas historias permanecen en la sombra, quiero que sepan que compartimos el mismo combate”, para que la vergüenza cambie de bando y que ninguna víctima sienta que lo mejor es callar.

X @Natali_Cruz_

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