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Un cambio de era para el Vaticano y el Mundo

La muerte del Papa Francisco marca el fin de una era en la Iglesia Católica y abre una nueva etapa cargada de incertidumbre y reflexión para millones de fieles, líderes políticos y observadores internacionales. Su figura no solo dejó una huella profunda dentro del Vaticano, sino que también reconfiguró el rol del papado en la escena global. Su fallecimiento deja un vacío complejo de llenar, tanto por su carisma como por la audacia con la que intentó acercar una institución milenaria a los desafíos del siglo XXI.

Desde su elección en 2013, Jorge Mario Bergoglio se convirtió en el primer papa latinoamericano y el primero en adoptar el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís, símbolo de humildad y compromiso con los pobres. Esa elección no fue solo simbólica: definió la tónica de un pontificado orientado a la justicia social, la protección del medio ambiente y la apertura hacia comunidades tradicionalmente marginadas dentro de la Iglesia.

El Papa Francisco rompió esquemas desde el primer día. Renunció a muchos de los lujos del Vaticano, vivió en una residencia más modesta y evitó el uso excesivo de títulos. Pero su verdadero impacto fue político y social. A nivel internacional, su voz se convirtió en una referencia moral sobre temas que trascienden lo religioso: el cambio climático, la migración, la desigualdad, el conflicto y la paz. Francisco no dudó en condenar el sistema económico actual por “matar” al ser humano y al planeta, ni en criticar la indiferencia del norte global frente al sufrimiento de los países en desarrollo.

Dentro de la Iglesia, su pontificado fue una batalla constante por la renovación. Promovió la transparencia en las finanzas vaticanas, enfrentó con firmeza los escándalos de abusos sexuales y buscó ampliar el diálogo con otras religiones y confesiones cristianas. También fue un papa profundamente humano: reconoció sus límites, pidió perdón por los errores de la Iglesia, y no temió mostrar dudas o inseguridades.

Sin embargo, no todo fue avance. Muchos de sus proyectos quedaron a medio camino. La oposición interna —particularmente de sectores conservadores dentro del propio Vaticano— frenó algunas reformas clave. La cuestión del celibato, la participación de las mujeres en funciones clericales o la inclusión plena de personas LGBTQ+ permanecieron en un limbo doctrinal, y será tarea de su sucesor decidir si retoma o reorienta esos debates.

Con su muerte, el escenario internacional enfrenta un cambio significativo. Francisco era uno de los pocos líderes globales que aún contaba con una autoridad moral transversal. Su capacidad de interlocución con líderes de todas las ideologías -desde Joe Biden hasta Vladimir Putin, pasando por Xi Jinping- era singular.

La elección de su sucesor será, por tanto, no solo un asunto religioso, sino geopolítico. El nuevo papa deberá decidir si continúa la senda reformista de Francisco o si retoma una línea más tradicional. También será clave su origen: ¿volverá el papado a Europa o continuará la apertura hacia el sur global? ¿Será un papa más joven, capaz de hablarle a una generación que cada vez se siente más distante de la Iglesia? ¿O prevalecerá un perfil más conservador, en busca de “orden” dentro del caos?

La historia lo recordará como un papa reformista, incómodo, valiente. Y eso, en el Vaticano y en el planeta, no es poco.

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