No es nuevo, pero recientemente, entre campañas y promesas, ha resurgido el debate sobre el papel que debe tener la Suprema Corte de Justicia de la Nación y en general los juzgadores, frente a la Constitución. Hay quienes sostienen que actualmente la Constitución está subordinada a la Corte, que esta rehace su contenido a su conveniencia. Esas voces también consideran que el Poder Judicial solo debe limitarse a aplicar lo que literalmente dice el texto constitucional, sin espacio para la interpretación. Lo cierto es que esta postura no resulta jurídicamente sostenible.
La Constitución es la norma suprema del sistema jurídico mexicano. Esa supremacía no está en discusión. Lo que sí es cuestionable es cómo se interpreta, quién lo hace y hasta dónde puede llegar esa interpretación. Por ejemplo, en el artículo 1° se establece un catálogo de derechos humanos que deben ser garantizados, pero ¿qué significa “garantizar el derecho a la educación”? ¿implica gratuidad, acceso, calidad? ¿en qué nivel? ¿para quiénes?
Evidentemente la aplicación literal del texto constitucional es insuficiente, nunca ha sido ese el propósito de una norma suprema. De ahí que la interpretación se vuelva no solo inevitable, sino indispensable para la vigencia de la misma Constitución.
El mismo Hans Kelsen, quien es criticado por subestimar el papel valorativo del juez, reconoció que muchas normas están hechas con cierto grado de indeterminación, por lo cual el juez tiene cierto “marco de aplicación”, aunque este margen es solo para la aplicación, no es suficiente para crear derecho. Por otro lado, pensadores como Dworkin, fueron más lejos al afirmar que el juez no es ni debe ser únicamente un aplicador mecánico de la ley, sino un intérprete moral del derecho, obligado a buscar la mejor respuesta jurídica para cada caso, armonizando principios, valores y la norma.
La Suprema Corte tiene la facultad de declarar la inconstitucionalidad de normas generales mediante controversias o acciones constitucionales. Sin embargo, este poder no puede entenderse como una vía para “legislar desde la Corte”, como a veces se acusa, sino como una consecuencia natural de su deber de preservar la supremacía constitucional. Interpretar no es legislar; interpretar es hacer que la ley cobre sentido con la realidad social.
Este fenómeno no es exclusivo de nuestro país, En EUA, la Corte suprema ha interpretado la constitución a lo largo del tiempo para expandir derechos. En Alemania ha sido tarea del Tribunal Constitucional darle sentido a conceptos como la “dignidad humana” o el “orden público” con una carga interpretativa profunda. Ninguno de esos sistemas se puede limitar a aplicar literalmente el texto. El derecho no es un catálogo muerto, sino un cuerpo vivo que está dialogando con la sociedad.
Ahora bien, hay quienes no niegan que la norma se debe interpretar, pero afirman que los actuales juzgadores lo están haciendo mal por atender a intereses personales o de élites políticas y económicas. Afortunadamente esto se va a acabar el próximo 1 de septiembre, cuando entren en funciones los nuevos ministros, magistrados y jueces que habrán sido electos por voto popular.
La jurisprudencia en temas como el aborto, el derecho a la salud, la igualdad de género o la consulta a pueblos indígenas, ha sido fruto de procesos interpretativos frente a la legislación que se quedó corta. En estos casos, esperar a que el legislador ajuste las leyes puede significar vulnerar derechos mientras eso sucede. La interpretación constitucional sirve entonces como un puente entre la norma y la justicia.
Además, el Congreso de la Unión en no pocas ocasiones, por legislar a prisa, o por simples descuidos humanos, incurre en errores que no son menores. Por ejemplo, está la contradicción entre los artículos 94 y 97 de la Constitución en los que se establece una duración distinta para el cargo de la ministra o ministro presidente de la Suprema Corte, en uno se señalan dos años y en el otro, cuatro. Entiendo que eran tiempos donde las reformas se debían aprobar sin cambiarle “una sola coma”, pero eso no eximía a los legisladores federales y locales de leer lo que estaban aprobando, aunque por su afán de congratularse con el entonces presidente y ser el primer Estado en aprobar la reforma –como sucedió con los diputados de Oaxaca–, ni siquiera hayan leído lo que estaban votando.
En todo caso, a siete meses de haber cometido ese error, parece que o bien ya se les olvidó, o bien no les interesa corregirlo, o, peor aún, están esperando ver quién asume la presidencia de la Corte para entonces decidir si mantienen el periodo en dos o en cuatro años, según sus intereses.