Violencia inducida
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Violencia inducida

 


Solidaridad con Ciro Gómez Leyva

No hace falta llenar de datos numéricos, porcentajes y comparativos entre años, entre meses o entre sexenios; la violencia es parte de la vida cotidiana de México. Lo grave del asunto es que no sólo los delincuentes y los narcotraficantes son amos de la violencia. Lo lamentable es que hoy en día el Estado mismo ejerce la violencia e induce a que se cometan actos violentos.

Este periodo gubernamental federal registra los niveles más elevados de homicidios, asesinatos de personas (ridículo entrar en si son feminicidios, de género u potras designaciones: al fin son crímenes de sangre contra seres humanos), hecho que no resulta de una casualidad motivada por el odio, el rencor, la envidia y la codicia. Es un hecho resultante de la carencia de valores, de principios o lo que es lo mismo, la franja moral de la educación está en decadencia y, al parecer, los planes educativos del oficialismo parecen inductores de actos violentos debido a que se han sublimado “derechos” a hombres, mujeres, adolescentes y niños, que convierten en irreprensibles las acciones orientadas a la corrección.

Si el Estado, a través de  la educación pública y la laxitud de las leyes solapa actos señalados como impropios de la conducta humana, es sin duda responsable: la corrección de ilícitos va desapareciendo o se va haciendo blanda; la administración de justicia es débil y abrumada por el cúmulo de delitos y de delincuentes en número creciente; el sistema judicial se hace cada vez más insuficiente y la expedición de sentencias es mínima, no sólo por dejar en libertad a culpables, sino porque en las cárceles abundan personas en espera de una sentencia que parece nunca llegar, convirtiendo a esos reclusorios en academias refinadas del crimen: no hay la mentada “readaptación social”.

Si miramos las sesiones de los congresos, federal y estatales, lo que ahí se escenifica es rudeza verbal y física, violencia pura y lenguaje de insolencia, de vulgaridad y bajeza: los llamados orondamente “legisladores o legisladoras” son, en gran parte, individuos sin educación formal y mucho menos formados en la ética que demanda el servicio de construir leyes.

Pero lo imperdonable en México es que la violencia verbal, la insolencia, el insulto y la inducción a cometer actos criminales, parte nada menos que de la autoridad superior: de la presidencia de la República, que diariamente, desde diciembre de 2018, se dedica a ofender a toda persona que no concuerde con el pensamiento o criterio ideológico del presidente. De un gobernante, lo que una nación o un pueblo espera, es la conducción de la política en términos de conciliación, unidad y respeto al semejante. En vez de ello sólo se reciben bofetadas sea a la clase media, a los periodistas, a los intelectuales, a consejeros electorales, a jueces, a magistrados, a ministros, en suma, a todos aquellos que no son de la simpatía del poderoso, que parece alzar la voz en son de guerra y encomienda la espada a esbirros y sicarios voluntarios, a esos que atentan contra la vida de periodistas, colegas con quienes al menos moralmente nos solidarizamos.

El poder actual tiene secuaces, no tiene colaboradores, son cómplices en una guerra contra las instituciones, contra la democracia y contra la sociedad misma. Eso se deriva indudablemente en un estado de tensión y de miedo ante transformaciones ilícitas o inconstitucionales que la correa de transmisión del ejecutivo activa a un legislativo sumiso y súbdito de una mala voluntad, de un espíritu destructivo que conduce a la tiranía, a la dictadura y al terror.

Ya lo hemos comentado: los incorruptibles no existen, la corrupción y la violencia parten a menudo desde el poder, es una especie de “síndrome de Robespierre”: treparse al trono y convertirse en puros e inmaculados, los demás, nosotros, somos despreciables para el poderoso. Al tiempo, la guillotina está en manos de la razón y del pueblo. Dixit.