Años reveladores
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Años reveladores

 


Hasta 2018 los mexicanos nos creíamos dueños de nuestros destinos (el propio y el del país). Era fácil suponer que con acudir a votar en el mes de julio, bastaba para que la persona o individuo que ascendiera al poder, se plegaría a la voluntad general, a los deseos de todos, en especial de la clase media, esa misma que cumple horarios y cuotas e trabajo, esa misma que es contribuyente cautivo y a la que le son retenidas, quincenalmente, porciones de su salario que extraen el fisco y la seguridad social, para que el gobierno pueda confeccionar un presupuesto de egresos y para que ese gobierno disponga sin límites de ese recurso sin permitir siquiera la opinión pública. La seguridad social puede ser más favorable, en cuanto se puede acceder a servicios de salud e ir acumulando una discreta suma para el retiro.

Ahí mismo, entre los contribuyentes cautivos, se encuadra el profesional libre: médicos, abogados, arquitectos, contadores, ingenieros, técnicos especializados;  los freelance, también el comerciante  debidamente registrado, el comisionista y muchos más que legítimamente aspiran a una vida mejor y con decoro, para que las familias, los hijos, cónyuges y padres, sean beneficiarios de los logros personales y del esfuerzo individual, por tener también una nación con servicios públicos dignos y que satisfagan los principales requisitos de un auténtico bienestar.

Pero ese año de 2018, que para muchos parecía la revelación de un triunfo nacional y que se nombraba un estadista, terminó por exhibir, ya en las postrimerías, que una porción minoritaria el 32 por ciento de los sufragantes o el 23 por ciento de la población, había elegido a un caudillo que se dedicaría, día tras día y a temprana hora, a ir desarticulando estructuras, tabique por tabique o en demolición directa, las estructuras físicas de un país en crecimiento y a combatir irracionalmente nuestras instituciones jurídicas: organismos autónomos y  leyes que nos daban respaldo y alguna seguridad de que vox populi era atendida y reconocida.

Esa elección marginal, se la debíamos a una institución antigua en otras latitudes, pero novedosa en México: la democracia. Ese ente reconocido en la teoría, pero desconocido en la práctica hasta mediados de la última década del siglo pasado. Las luchas sociales, colectivas como desde 1968 o de algunos personajes y grupos de presión, habían finalmente conducido al buen camino y se conformaba un organismo ciudadano, ajeno al gobierno y a las necedades turbias de los políticos en el poder, que nos permitía elegir con libertad y con algún grado de acierto en cuanto a las ofertas de partidos y candidatos. Eso pasó, pero las reglas del juego permitían el error y en éste caímos. 

Han pasado ya cuatro años y en ellos 2019, 2020, 2021 y 2022. El experimento democrático prendió, pero conllevaba los gérmenes de su extinción y nos topamos con que la ley es un cuento y que se deben desobedecer las sentencias judiciales: se invita a violar la ley con una peregrina suposición de “justicia”, llevando ésta a interpretaciones absolutamente personales, perversas y pervertidas, a modo de una mezcla de los diez mandamientos con los criterios de las dictaduras y las tiranías: “la ley y la justicia soy yo”, “la democracia es mi juego y no se comparte”. 

Se trata de someter a los otros dos poderes de la Unión: el legislativo y el judicial, degradados a la voluntad personal. Se trata de someter al pueblo (a todas las personas, no a ese “pueblo” embriagado por la demagogia y el populismo), para disponer del erario, de las voluntades ajenas, del patrimonio familiar y del futuro nacional, comprometido en el gusto de una mafia, de una pandilla que toma por asalto las murallas del Estado, para debilitarlo, derruirlo y sentar las bases de una ignominiosa autocracia ilimitada que está implantando un culto a la ignorancia, a la estulticia y al horror social. Han sido los años horribles para México. Dixit.