De grandeza imperial, a la pequeñez local.
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De grandeza imperial, a la pequeñez local.

 


Buckinghamshire, UK.- A la vista de las ceremonias de la realeza, pletóricas de gala, de pompa y circunstancia; orden militar, uniformes, trajes de guardias con gorros de pelo de oso negro en despiadado ejercicio de desprecio a la vida animal; condecoraciones, galardones de órdenes de caballería;  disciplina, producto de siglos que el rigor de la obediencia impuso a  súbditos, a servidumbre, a esclavos, a despojados en las colonias; castigos y torturas de corte sanguinario; esa sumisión al poder imperial; cárceles, mazmorras, cámaras de tortura. Crímenes, traiciones, invasiones, conquistas; la guerra como orden y costumbre; el mar como propiedad privada y de éste valerse para la conquista y el pillaje. Es la historia del poder imperial, de una aproximación al dominio del mundo, pero no el dominio de la mentalidad tribal, regional, nacional; no incluye el dominio y conquista de la mente humana y sus derivaciones ideológicas.

Al final, independencias nacionales, pero dejando la metrópoli fortalecida por la industria, las finanzas, el comercio. Una muestra es este Reino Unido en la isla de Gran Bretaña, y en la mitad de otra isla. Inglaterra sometía a lo largo de siglos a Gales, a Escocia, a Irlanda quedando de ésta sólo la porción del norte, enfrascada en guerras religiosas como herencia de la rebelión espiritual que originó Enrique VIII. Dos Irlandas, la República, de la Unión Europea, la del Norte, adosada al trono de Windsor, con guerras entre católicos y protestantes, perseguidos siempre los primeros, dominando los segundos. Por eso el rey o la reina en turno no sólo tienen prohibido ser católicos o desposarse con creyentes de la fe romana: el monarca es jefe de la Iglesia de Inglaterra y en la cámara alta, la de los lores, hay 26 escaños para obispos anglicanos sin que por ello sea un estado confesional o teocrático. No se olvide que Inglaterra engendró a la primera democracia del mundo moderno.

No hay duda, el monarca es, por principio legal, canónico y parlamentario, el jefe de una nación poderosa, con una religión de Estado, pero que indudablemente practica un verdadero laicismo y no se persigue a ninguna creencia diferente a la de la corona. Una monarquía parlamentaria en la cual no hay constitución escrita pero que rige la justicia por el derecho consuetudinario, fundado en jurisprudencia y un sólido corpus jurídico. Son la fuente de derecho con más aciertos que errores.

Una monarquía que posee mucho y que cuesta mucho, pero que es el fundamento de su grandeza, de su riqueza, de su soberanía y de su honor. Aquí en el Reino Unido no se invocan absurdas reivindicaciones: aquí se fortalecen los sentimientos regionales y nacionales en torno a la solidez de un jefe de Estado que garantiza los derechos a recibir educación y salud de alta calidad, a generar empleos, a poseer un sistema monetario y financiero con liderazgo internacional. Hay lujo y ostentación, pero ganados a pulso en siglos y compartidos con una población que tiene satisfechos los elementos de bienestar.

Pero demos un salto del Atlántico Norte al Golfo de México y empecemos con una nota de “Humorismo militar” (recordando a Selecciones). Hace unos días, al celebrarse los 175 años de la toma de Chapultepec, el general secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval, lucía en su uniforme de gala, una docena o más de medallas doradas, bien pulidas. Parecía imitar a Don Porfirio Díaz, con su pecho orlado de condecoraciones nacionales y mundiales. Pero la historia nos ha enseñado las diferencias: el General Díaz luchó 13 años en 43 batallas, defendiendo a la República y a la Patria, venció a tropas extranjeras, recuperó Puebla, México y todo el territorio nacional: fue un héroe nacional. Hasta donde se sabe, el general Sandoval no ha participado en una sola batalla durante toda su vida, pero luce más medallas que MacArthur, Rommel, Zhukov, Patton. Es la pequeñez de una “transformación” militarizada, retrógrada, traicionera y disfuncional.