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El novísimo testamento (político)

Celosos del destino de nuestro patrimonio, de nuestras propiedades, acudimos de manera previsora ante un notario público o escribano de arancel, como se llamaban en tiempos del Quijote, para que vaya dando fe de nuestra voluntad: heredar y legar nuestros bienes a los seres queridos, a los descendientes o a quien nos dé la regalada gana. Es de suponerse que todo lo que se hereda fue obtenido o adquirido legalmente y que existen constancias y pruebas. Bueno, eso ocurre en la vida secular. Si no se hace testamento, se muere intestado y luego viene la rebatinga entre supuestos herederos, legales e ilegales.

En la vida religiosa, el mundo occidental está regido por dos testamentos: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, que dan a los seres humanos las grandes reglas de vida, morales (e inmorales). Ambos documentos conforman la Sagrada Escritura, La Biblia, y tienen la particularidad de no heredarnos ningún bien material, sólo garantizan la vida eterna siempre y cuando se cumpla con los medios de salvación ahí prescritos. Desde luego, la vida eterna, el cielo y el paraíso son propiedad del Seños Dios, que nos vigila permanentemente. En fin, conforme a los grandes teólogos y a Jardiel Poncela, Dios es dueño de todo y es de su voluntad suprema heredarnos todos sus sagrados bienes o dejarnos en manos de Belcebú o Chamuco.

Resulta que, en la vida política, césares, emperadores, reyes, reyezuelos, dictadores y dictadorzuelos, tiranos y tiranuelos, apoltronados en sus tronos o en las sillas del poder, suponen que la Gracia Divina les dio la propiedad del territorio que desgobiernan y que también recibieron el permiso para disponer de los bienes inmateriales e instituciones jurídicas del reino, del imperio o del Estado. En estos casos, los autócratas suscriben un “testamento político” por el que “designan” sucesores, dejan instrucciones de cómo continuar la ruindad de sus dictados y buscan, ante todo, ser elevados a los altares cívicos, a erigirse en estatuas y a tratar de prolongar el asedio a las sociedades. El “testamento político” suele ser un mensaje cargado de idearios, pero no deja de ser una farsa. Debe reconocerse que algunos grandes monarcas y estadistas de la historia han dejado huella y sus “testamentos políticos” son más documentos testimoniales de su actuación y de lo que no alcanzaron a construir (o destruir). La ventaja del “testamento político” es que no es necesario hacerlo ante notario público (je-je-je).

Fidel Castro no necesitó hacer testamento político ante notario o ante nadie: sencillamente designó a su hermano Raúl para “heredar” todo el poder. Hugo Chávez sí lego públicamente sus poderes a su heredero universal Nicolás Maduro. Daniel Ortega no escribe “testamento político” porque cree que es inmortal y que su mujer, la vicepresidenta de la sufrida Nicaragua, es la sucesora del reino terrenal por derecho innatural.

¡Ah!, pero en México, en nuestro lindo y querido México, ya tenemos “testamento político”, aunque claro, nadie lo conoce y nadie lo conocerá a menos que el dueño (perdón: poseedor) del Palacio de los Virreyes llegara a fallecer, como el benemérito, en ese recinto que, obviamente (o quién sabe), está incluido entre los bienes a heredar. Por lo pronto, el “testamento político” presidencial, supone que la presunta heredera debe completar el plan de destrucción del país: eliminar las libertades públicas, aniquilar al Instituto Nacional Electoral, completar el holocausto a la clase media, destruir a las empresas privadas, hacer propiedad de Morena (que no del Estado) todos los bienes expropiados a la iniciativa privada y a la ciudadanía).

En suma: ha sido una tragedia para el país no estar preparado para el poder. No saber economía, gramática elemental, derecho, administración pública, respeto al derecho ajeno, mofarse del prójimo y suponer que, como Dios, nos deja un Novísimo Testamento, sin valor moral, cívico o político.