¡Enséñame a ser cumbre!
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¡Enséñame a ser cumbre!

 


La bienvenida, 1988, de Don Emilio Dupeyrón Salazar a Villahermosa la llevo guardada en la mente y en el corazón. Su sencillez, sabiduría y amor por la humanidad me ayudaron desde entonces a forjar mi carácter; me considero afortunado de haberlo conocido.
A manera de bienvenida, frente al busto gigante de Juárez me dijo: ─ ¡Te envidio!─ ¿Por qué? Le pregunté extrañado, ¡por qué en Oaxaca nació Juárez! Me contestó. Aprendí del conocimiento que tienen los tabasqueños de la firmeza de carácter, el de obligar al clero y a los militares a sacar las manos de las arcas públicas con hechos, no con palabras, a legislar en favor del pueblo, a expulsar a los usurpadores y a pasar por las armas a los traidores, sigue siendo digno de admiración.
La noche que pasó don Benito Juárez en Santa María Oaxaca conocida también como barrio de El Marquesado, fue sin duda una noche extraordinaria en su vida.
Fue la noche que cambió su vida para siempre; así lo comprendió dieciséis años después, cuando aceptó que los dolores en el pecho eran insoportables y que el nuevo viaje en cualquier momento debería iniciar.
Era un recorrido sin retorno para reencontrarse con su hijo Pepe —el bien amado—; con Margarita, su viejita adorada; con Josefa su hermana; con Antonio, otro de sus hijos y con sus hijas: Amada, Francisca y Guadalupe y con la mujer que lo cargó en su vientre, que le dio su sangre que lo amamantó y a la que había perdido cuando él tenía tres años.
¡Invocó su presencia para ir de su mano a la eternidad!
Como un torrente retumbó en las montañas y en los valles el gritó de Juárez en zapoteco llamando a su madre:
¡nan – too – qui! ¡En tus manos entrego mi espíritu! y expiró.
— ¡nan – too – qui! ¡Mi madre! en zapoteco—
El sábado 9 de enero de 1856 llegó don Benito Juárez al pueblo de Santa María Oaxaca de El Marquesado; venía como gobernador interino y era la segunda vez que gobernaba su estado natal.
Las autoridades del pueblo hospedaron a don Benito Juárez y fue la noche que marcó su vida para siempre.
El 9 de enero de 1856, en la entrada del pueblo de Santa María de El Marquesado, bajo el arco triunfal adornado de guirnaldas, lo esperaba la autoridad municipal del pueblo acompañada de una banda de música; con cohetes y gente del pueblo portando carrizos adornados con banderas; con una alegría extraordinaria, dieron la bienvenida al licenciado Benito Juárez y pusieron a su disposición un carruaje y en él hizo el recorrido el gobernador hasta la casa municipal de Santa María, escoltado por una gran cabalgata de partidarios y gente del pueblo que caminaba; ciudadanos de todas las clases que trasportados de júbilo recorrían las calles aclamando la libertad.
Esa noche pernoctó en la casa municipal de Santa María de El Marquesado.
Después de recibir a su esposa y a sus hijas a las que no veía desde hacía más de dos años y medio, don. Benito pidió que lo dejaran sólo; fue una noche de vigilia pensando en las circunstancias en las que vivía el pueblo; los abusos del alto clero y de los militares; la corrupción, el cinismo y el saqueo de los fondos del pueblo en la administración pública.
Había que luchar, hasta vencer o morir, contra la ignorancia, contra la ambición y contra el fanatismo; era el momento de empezar a crear una nueva República, de legislar y de hacer cumplir las leyes.
Todo se fue aclarando poco a poco en su mente: la guerra civil que podría desatarse por los privilegios tan grandes que iban a ser afectados; el deber de entregar su vida a la patria ofrendando también la de su familia con la esperanza de que algún día podríamos tener, los mexicanos, un país pujante y vigoroso.
Fue la noche del sábado nueve de enero de 1956 —año bisiesto—; noche de luna en cuarto creciente, casi llena, que iluminaba como si fuera de día y que don Benito Juárez guardó en su mente y en su corazón hasta que, por última vez, se encontró de frente con la muerte.
“He observado en sus habitantes, escribe don Benito Juárez, el mayor entusiasmo para sostener la causa de la libertad. Demostraciones de regocijo de todas clases que ha habido, me confirman esta idea, y el que no hay preexistencia que induzca a creer lo contrario”.
Un día después, el 10 de enero de 1856, “A las cinco de la tarde —dice La Crónica, periódico de la época— citado por Jorge Fernando Iturribarría, los repiques a vuelo en los templos católicos, los himnos de las bandas militares. El incesante estallido de los cohetes, las aclamaciones, la corriente del pueblo desbordándose en todas direcciones, anunciaban la vuelta del señor Juárez a su estado natal.