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Editorial

Mujeres rurales

 


Es necesario incrementar los recursos destinados para proyectos productivos encabezados por mujeres en el sector rural, con lo cual se fortalecerá su actividad mediante programas y políticas públicas enfocadas a la productividad y competitividad. La Encuesta Nacional de Uso de Tiempo (ENUT) documenta que las mujeres rurales trabajan semanalmente en promedio al menos 8 horas más que las mujeres de zonas urbanas haciendo labores de trabajo doméstico.

Si este trabajo fuera pagado, se estima que las mujeres rurales estarían aportando más de 50 mil pesos anuales a sus hogares, sólo con su trabajo doméstico. Esta sobrecarga de trabajo está estrechamente vinculada con la feminización de la pobreza en el ámbito rural, donde se estima que el 20 por ciento de los hogares tienen jefatura femenina y que el 32 por ciento de las mujeres rurales no tiene ingresos propios.

Las mujeres rurales asumen el papel de transmitir las tradiciones a la juventud y de capacitar a otros productores en el manejo de buenas prácticas. Es su responsabilidad enseñar a los jóvenes y manejar las buenas prácticas para llevar productos saludables a los hogares. Por otra parte, el papel de la mujer rural no debe ser visto como una sustitución del papel del hombre, sino que son diferenciados y se complementan entre sí.

El trabajo de las mujeres en el campo es inestimable e imprescindible. Tan sólo en nuestro país habitan más de catorce millones de mujeres en zonas rurales, concentrándose la mayoría en los estados de Oaxaca, Puebla, Chiapas, Veracruz y Guerrero. Con aproximado de 750 mil productoras, las mujeres representan el 15 por ciento del total de productores a nivel nacional.

Del total de mujeres rurales mexicanas, el 78.5 por ciento se dedica a la actividad agrícola y pecuaria, el 38 por ciento son indígenas y el 12.3 por ciento son la cabeza de sus familias con negocios agropecuarios y pesqueros. Las mujeres rurales participan en el cultivo de productos como el maíz, chile verde, tomate, jitomate, mango, naranja, café, entre otros.

 

Hay desigualdad

 

La desigualdad territorial y desigualdad basada en la discriminación de grupos enteros de la población que comparten alguna característica sigue vigente en nuestro país, pero en especial en nuestra entidad. No es sólo un fenómeno que esté relacionado con la cantidad de dinero que pueda generar un individuo en comparación con otro, también identifican las diferencias entre regiones y grupos.

Tal situación está sustentada en la discriminación cultural, lingüística, étnica, de género, de orientación sexual, de personas con capacidades diferentes y discriminación, con base en religión y en creencias. Ahí están los problemas de salud de las mujeres indígenas que se agudizan por la desnutrición y el trabajo físico excesivo e inclusive la violencia familiar, así como por su limitado o nulo acceso a los servicios médicos.

Tanto las autoridades estatales y federales deben transformar las actuales condiciones de marginación de los más de un millón 719 mil indígenas en Oaxaca en términos de infraestructura, salud y educación. Sobre todo cuando las condiciones de precariedad de la población indígena se han mantenido superiores a los de la población no indígena a través del tiempo, ya que las políticas públicas no han conseguido disminuir las brechas históricas entre ambas poblaciones.

La esperanza de vida en los municipios indígenas en comparación con los no indígenas es cuatro años menor (64 años y 68 años respectivamente). La tasa de mortalidad infantil es significativamente mayor también en los municipios indígenas que en los no indígenas (41 defunciones de menores de un año por cada mil nacimientos, en comparación con 24 nacimientos por cada mil de los no indígenas).

El acceso de la población indígena a la educación es limitado, por la convergencia de factores culturales, pautas de organización regional y procesos históricos que imprimen desigualdades y diferencias en la asistencia a la escuela de niñas y niños.