Aliados o enemigos: los partidos del bla bla bla
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Opinión

Aliados o enemigos: los partidos del bla bla bla

 


Las terminantes palabras volvían con esa insistencia catastrófica. Él las había pronunciado con un poco de bochorno, un poco de ingenuidad, un poco de cinismo. Yo bajé la mirada y con disimulo volteé a ver a mi alrededor. Es una biblioteca pequeña e inexpresiva. Simple. ¿O era una oficina? Los estantes amarillos, los libros amontonados, uno detrás de otro: Yasunari Kawabata, Yukio Mishima, Jorge Ibargüengoitia, Lucy Maud Montgomery, Ernest Hemingway, Octavio Paz. Un puño de libros infantiles empolvados. Pero él seguía hablando de dar un giro para buscar el turismo internacional, bla bla bla. En mi interior se colocaban las palabras de réplica, esas que salen del lado más oscuro, de ese lado del corazón que responde con garras, que responde con rabia. ¿Se reinterpreta en la educación cultural una herramienta económica? ¿No debería él proyectar un diagnóstico de las necesidades para generar iniciativas de impacto directo a sus ciudadanos? ¿Existen otras formas económicas que no sea la pervertida y degenerada propaganda turística? Otra vez él. No solté mis preguntas. Bla bla bla de poner un café biblioteca. ¿En serio? ¿Ese es su plan? Silencio. Quería un aliado no un enemigo. Mi cuerpo se adelantó para esbozar una sonrisa nerviosa, una sonrisa que marcaba mi perturbación interna. Lo vi a los ojos. Es un hombre de estatura baja, de voz huidiza. No tenía ninguna marca de bigotes o barba. A la izquierda su secretaria, una chica de no más de veinticinco años, quizá. Estaba con el teléfono en la mano. La tarde anterior ella marcó. Respondí con el tradicional “¿Bueno?”. Imaginé su sonrisa amable. Lo que siguió fue ese tono peculiar en su voz. Dijo que me esperaba al día siguiente a las diez y media. “Claro”, le dije. “Me parece perfecto”. Pero cuando ya eran las diez y media puse en duda todo. Me dije a mí misma: Sólo espera lo peor, lo más atroz y fatal. Para mi sorpresa, el director de cultura y deportes llegó diez minutos tarde. Fue razonable. Pude considerarlo puntual.

Días antes atravesaba la plaza pública, vastísima y luminosa. Atrás de mí el municipio. Su color azul de frente. Por dentro, los elogiados murales del elogiado pintor. A la izquierda, las cafetería “Del César”. Así la llamábamos desde que era una crío. Allí solíamos comprar las paletas de leche quemada con tuna, coco, nuez y limón. Eran las once y quince. Caminaba al kiosco a buscar un poco de sombra. Hombres canosos, hombres con sombrero, hombres. Mujeres con rebozo y mujercitas con un bulto redondo en la panza masticaban una torta o destapaban un chesco. Muchos hablaban en sus idiomas maternos, zapoteco. Había niños a lado de sus madres. Algunos sonreían otros lloriqueaban. En el municipio no hay ninguna actividad de participación infantil. Ellos forman parte de esa periferia: “no hay presupuesto”, “la gente no coopera”, son sus palabras. ¿Y han hecho algo para incitar el diálogo? Más que personas somos una cifra de potencial económico. Y cuándo no, nos hacen a un lado para no estorbarles. Sus petulantes proyectos culturales no tienen ni ton ni son. Si es que hay alguna existencia de ello.

De camino al edificio amarillo. (Al parecer ahí todo era color mostaza) me detuve en la otra paletería, en la del otro César. Compré una paleta de nuez. Es una costumbre. Pregunté al vigilante donde podría yo encontrar la biblioteca y la dirección de educación y cultura. “Es arriba. Siga por ese camino y allí luego a la derecha”. Le di las gracias. Estaba nerviosa y emocionada. ¡Una biblioteca! Pero me di de frente con la bibliotecaria. Mezquindad. Me presenté y le dije que iba por cuestiones académicas. Eso era verdad. ¿Algún proyecto de actividades para niños en la biblioteca? ¿Qué títulos estaban disponibles para público infantil? ¿Ese derrumbe de allí? Intenté sacar uno y pero se desprendió el lomo. Lo solté. Polvo. La verdad es que allí adentro había todo menos una biblioteca. Era una oficina de un director de casa de la cultura inexistente, era un espacio para un director de cultura y deportes que opera como una extensión de turismo y de sus amables y sonrientes secretarias que responden llamadas telefónicas. “Muchas gracias”, le dije.

En mi mente se formaban las siguientes cuestiones: ¿qué significa la cultura para los burócratas? ¿Una herramienta de la industria del dinero? ¿No es la emancipación humana, la justicia, la participación colectiva lo que se lucha en la educación y en los proyectos culturales? ¿no es la construcción de una ciudadanía consciente, honesta, solidaria lo que pretende? Entonces si no es así, hay algo terriblemente mal en esto.

Transformar la realidad desde lo cultural puede ser una respuesta para dar rumbo a este sinsentido de la vida y del que, anticipadamente se le ha negado reconocer su trascendencia. Es en la educación en donde sembramos lo ético, lo espiritual y lo humano, porque sin ellos solo somos máquinas devoradoras que construyen su propia aniquilación.

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