Tiempos difíciles
Oaxaca
La Capital Los Municipios
El Imparcial del Istmo El Imparcial de la Costa El Imparcial de la Cuenca
Nacional Internacional Súper Deportivo Especiales Economía Estilo Arte y Cultura En Escena Salud Ecología Ciencia Tecnología Viral Policiaca Opinión

Opinión

Tiempos difíciles

 


El pulso económico del país se aceleró en los últimos días. Con un proceso inflacionario que se escapa de las manos de los tomadores de decisiones nacionales –su causa fundamental es el estrangulamiento de la cadena de suministro sobre la que poco se puede hacer a corto plazo–, no ha sido una noticia menor la decisión de “bajar” a Arturo Herrera de la postulación al Banco de México, a menos de un mes de que termine el periodo del actual gobernador Díaz de León.

Como es “normal” en una economía dependiente del capital extranjero, la inestabilidad política se tradujo en una leve depreciación del peso que agrega mayor presión inflacionaria en un país que depende de las importaciones extranjeras, tanto productivas como ostentosas. El nombramiento de la Subsecretaría de Hacienda Victoria Rodríguez Ceja –a quien “debemos la estabilidad financiera” en palabras del Presidente López Obrador– parece haber calmado, por ahora, las agitadas aguas de la especulación.

Las consecuencias que estas decisiones tendrán sobre la moneda y la economía son materia de especulación y hay que tomar todo pronóstico con la debida reserva. Vale la pena recordar, sin embargo, que nada hay de “natural” en las leyes de la economía. A diferencia de la física cuyas leyes pretenden ser universales, las políticas públicas –todo acto social– producen consecuencias dentro de un marco institucional que formal e informalmente reparte poderes, prebendas y justicia entre los actores sociales. En otras palabras, el que una decisión política tenga tal o cual efecto económico no responde a una ley matemática ineludible –y aun la física reconoce cierta indeterminación en sus predicciones– sino que depende de la repartición del poder político y económico, es decir, el gobierno y la riqueza.

Todavía menos alentador ha sido el intento de AMLO por “blindar” sus proyectos insignia bajo la declaratoria de “seguridad nacional”, con lo que podrá librarse de la rendición de cuentas, al menos por algún tiempo y por motivos bastante dudosos, a fin de “agilizar los trámites” de obras que en su lentitud comienzan a preocupar al proyecto de la 4T.

La cuestión no es baladí. Las reacciones que ha suscitado tanto detractores como apologistas revelan una vez más el laberinto en el que está sumido un proyecto que propone soluciones grandilocuentes contra viento y marea. En un punto medio entre quienes acusan a esta iniciativa presidencial por su carácter dictatorial y antidemocrático, y aquellos que lo justifican como el uso pleno de los poderes que la democracia misma confirió sobre el mandatario, mi opinión apunta hacia un acto de cruda constatación de los vicios de la política nacional: las barreras que se han erigido por años para contener los abusos gubernamentales se han vuelto un marco demasiado restrictivo para la administración de los asuntos públicos. Persiste el problema de la corrupción sistémica que a su manera “engrasa” los mecanismos de una estructura burocrática anquilosada.  Por décadas redes no siempre ocultas de empresarios y políticos han hecho funcionar por la vía del “billetazo” la maquinaria que hoy el Presidente quiere activar por la vía del “plumazo”.

La 4T parece haberse dado cuenta, muy tarde, del verdadero reto que significan los lastres que pesan sobre la administración pública. En su apego férreo a la austeridad, han tenido que recurrir al único organismo que no sufre, al menos en apariencia, los escollos administrativos: el ejército. No justifico al gobierno, a mí tampoco me gustan los decretos ni que el ejército tenga un papel tan preponderante en su proyecto político. No puedo dejar de reconocer, sin embargo, el conflicto entre dos versiones de la democracia: una decimonónica y constitucionalista que refrenda ante todo la limitación del poder del gobierno; la otra herencia del siglo XX y progresista que reivindica el papel del gobierno para llevar a cabo un programa de desarrollo social. Una da demasiado poder al mercado; la otra al gobierno.

Cuál es mejor es una pregunta que sobrepasa, mejor dicho, no admite una respuesta tajante, y más bien deberíamos buscar la conciliación en un punto medio que rescate lo mejor de ambos de ambas posturas; y otras muchas más que deben ser admitidas en el debate democrático. Pero la mediación y la complementación de puntos de vista discordantes no ha sido precisamente una característica frecuente en los últimos años. Son tiempos difíciles para la economía y, más aún, para la política. Lo que está en juego no sólo es un sexenio, sino la posibilidad de entrar a un nuevo paradigma de la acción política y la consciencia social.

([email protected])