Viejos fantasmas
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Viejos fantasmas

 


¿Qué hace realmente un economista? Al igual que sucede con la mayoría de las ciencias sociales, la respuesta a tan aparentemente sencilla pregunta puede derivar por los más inesperados senderos que la imaginación permita. En otras, palabras, en tanto investigadores, los límites son el cielo o, con más frecuencia, el duro fondo de la realidad social. Más interesante para el hombre y la mujer de píe, sin embargo, es lo que los economistas hacen en tanto “tomadores de decisiones” y, aunque aquí también se abre un amplio abanico de posibilidades para los practicantes de la profesión, desde la administración pública hasta la asesoría privada, hay un reducto particular de la vida pública en la que la figura del economista reviste prominencia por derecho propio: el dinero. 

No es, pues, sorprendente que para hablar de la labor de nuestro gremio encontremos el ejemplo “más puro” de nuestra labor en los Bancos Centrales del mundo, templos monetarios en los que se conjuga la teoría más abstracta con la praxis más cruda en un intento por controlar la que es la manifestación más trascendental del dinero en la economía: la inflación. 

Y la inflación, como muy bien lo debe saber, estimado lector, es el fenómeno económico más amenazante, si bien todavía tolerable, de la actualidad. A diferencia del crecimiento económico del que una caída o subida de unos cuantos puntos porcentuales difícilmente es percibida por la sociedad en su conjunto –a no ser que tal percepción sea el resultado de escandalosos titulares de prensa y campañas mediáticas que exageren cifras que pocos entienden a cabalidad y casi nadie se preocupa por entender– la inflación es un fenómeno social en toda la extensión de la palabra: se deja sentir homogéneamente a través de todos los estratos e impacta en todas las actividades. 

A decir verdad, la inflación, o al menos sus efectos, no son tan homogéneos. Es curioso, sin embargo, que a la pregunta: ¿quién sufre más la inflación, los pobres o los ricos?, pueda contestarse en ambos sentidos, pues si bien el aumento en los bienes básicos sin duda tiene un efecto más perverso en quienes apenas ganan lo suficiente –y a veces ni eso– para comer, una mirada más fría nos revela que, en tanto la inflación significa una depreciación del dinero, pierden más quienes más tienen. De aquí el carácter social de la inflación y la razón de que en este como en muy pocos casos el sentimiento de amenaza que aparece con la inflación sea un sentimiento ampliamente compartido, desde el mercado de la esquina hasta el mercado de valores –y muchas veces más en éste que en aquél. 

No es, pues, un problema menor que a la pregunta fundamental de qué está causando la inflación de los últimos meses –y que probablemente seguirá presente por varios meses todavía– los economistas debemos contestar modestamente: no lo sabemos. O mejor dicho, sabemos que las distorsiones causadas por la pandemia en diferentes ejes de la economía, desde el mercado laboral hasta la logística portuaria, pasando por el precio de los combustibles, están causando alzas sostenidas en los precios. La respuesta, aunque correcta, no deja de ser problemática para los economistas de los bancos centrales –no para nosotros que podemos teorizar desde nuestro escritorio– cuya imagen teórica de la inflación la entiende como un fenómeno “puramente monetario”, es decir, que depende únicamente de la cantidad de dinero circulante en la economía. Si tal fuera el caso, los bancos centrales no tendrían más que elevar la tasa de interés para acabar con los aumentos. 

Que no se haya podido hacer así se debe a dos obstáculos: primero, subir demasiado la tasa de interés tendría efectos contractivos en la economía justo en un momento en el que se busca la recuperación; segundo, hay más en juego en este proceso inflacionario que la sola cantidad de dinero, y en el caso de países como México, se suma la agravante de depender de lo que suceda en el vecino del norte ya que, por así decir, estamos importando su inflación. Es muy probable, en resumen, que los precios sigan aumentando por algunos meses todavía. 

En la década de 1970 se impuso con la fuerza del dogma la idea de que la inflación era el peor de los males de la economía y que había que combatirla, aun a costa de sacrificar el crecimiento. La decisión no es tan clara en este momento en el que ambos son problemas apremiantes. Lo curiosos de la inflación es que ésta puede ser inocua, al menos tolerable, siempre que sea percibida como un fenómeno temporal. Pero en la medida que más y más negocios comiencen a ajustar sus precios al alza, ésta puede convertirse en un fenómeno permanente, una espiral de ajustes y aumentos sobre la que ya no puedan hacer nada los bancos centrales a no ser que, como en la década de los 70s, los doctores monetarios decidan ahorcar al paciente para acabar con el mal.

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