Retóricas de una democracia intransigente
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Opinión

Retóricas de una democracia intransigente

 


Por Jorge T. Peto

La Constante preocupación de verse excluido, tanto de las opiniones como de toda la experiencia de vida activa es, en muchos de nuestros políticos contemporáneos, el reflejo de las características propias de las sociedades individualistas “modernas”.

Después de la estabilidad, el funcionamiento adecuado de una sociedad democrática depende de que sus ciudadanos se organicen en unos pocos grupos importantes, definidos de manera clara, que sostengan opiniones diferentes en cuestiones centrales de política. Puede suceder que esos grupos se amurallen unos frente a otros; en este sentido, la democracia genera de modo continuo sus propios muros. Como el proceso se alimenta de sí mismo, cada grupo, en algún momento, se preguntará a propósito del otro, con asombro y a veces con mutua aversión: ¿Cómo han llegado a ser así?

Palabras más palabras menos, la anterior reflexión ha sido retomada de un ya no tan reciente texto, pero de indudable actualidad, de Albert O. Hirschman, “Retóricas de la intransigencia”, quien con claridad expone algunas tesis en torno a los costos sociales, políticos y económicos de la democracia, con base en el análisis de los argumentos de las diversas posiciones y reacciones ante las acciones de gobierno y los riesgos inherentes; contrasta la visión progresista y la reaccionaria para culminar con una recomendación en torno a la posibilidad de un diálogo abierto entre las distintas fuerzas participantes.

Lo anterior nos diría el propio Hirschman- no es con el propósito de “llevar la calamidad a las casas de ambos”, sino más bien empujar el discurso público más allá de posturas extremas e intransigentes de una y otra clase, con la esperanza de que en el proceso nuestros debates se tornen más “amistosos con la democracia”. De tal forma que la tolerancia y la aceptación del pluralismo no resulte de un empate entre grupos opuestos acerbamente hostiles.

Hasta aquí, pareciera que no es posible disipar dudas acerca del porqué vienen a colación estas cuestiones; quizá simplemente se deban a la necesidad de hacer un esfuerzo artístico para plasmar una pintura, una fotografía contemporánea o quizá una coreografía mañanera con mayor dinamismo y más color, para que el tedio, la apatía y la indiferencia no nos alcance. Aunque también sabemos que ello es un tanto inútil dada la terquedad y, hasta cierto punto, necedad de quien dicta (literal dijera la chaviza, dixit, dictar, dictador) clases incuestionables de moral pública donde solo se permite la adulación, los elogios y un humillante servilismo periodístico) la cartilla diaria con horario de escuela y con uniforme (literal otra vez) militar (en tanto acatar es la orden).

Paradójicamente, los conceptos de la democracia oficial no precisan un entendimiento y menos la comprensión de proyecto de nación que defina un horizonte claro, menos la de un Estado, quizá sólo el de un partido conformado para un objetivo único y cuyo futuro es el mismo que el de las facciones que le preceden.

Vivimos en una era de desencanto popular con las instituciones políticas y sobre todo, de hostilidad hacia el papel del gobierno en la economía. A decir del marxista-analítico Adam Przeworski, “los que critican las instituciones políticas desde posiciones neoliberales sostienen que los políticos se han desligado del control popular y actúan en defensa de determinados intereses, incluido el interés en su propio poder, privilegios y beneficios económicos; guiada por esta clase de intereses privados, la intervención gubernamental en la economía genera ineficiencia. A partir de ese análisis, lo que es ya una conclusión política repetida y de la que nunca se aprende: que necesitamos reformas políticas que limiten la capacidad del gobierno de intervenir en la economía” (Claves de razón práctica # 70, Madrid, marzo 1987).

Sin embargo, esa misma premisa, aplica inversamente proporcional visto desde el ángulo opuesto, pero el grave error es no aceptar hoy que las oposiciones intransigentes no remiten a una sana dialéctica sino a estériles polarizaciones y, en consecuencia, a una democracia suicida. Por el contrario, lo que hace falta es garantizar que la conducta del gobierno esté sometida a una atenta supervisión por parte del ciudadano.

¿Qué nos queda? nos queda por recorrer un largo y difícil camino desde el tradicional discurso encolerizado e intransigente hasta un diálogo más “amistoso con la democracia” y dejar de inventar argumentos falsos en favor de intereses de grupúsculos o de plutocracias internacionales, sí, pero también de proyectos oscuros que nos remitan cotidianamente al odio de un mexicano contra otro mexicano únicamente porque quien debiera ser el cemento de la sociedad mexicana no quiere o no puede asumir el rol que le corresponde como hombre de Estado y comandante en jefe, no de las fuerzas armadas, sino de una nación, de un pueblo, con todo y sus grandes, injustas desigualdades, precisamente para eso se le delegó el cargo de presidir los destinos de un gran país.

Esperemos no llegar a las sucesivas fases de una estéril polémica, que cada día se asemeja más a un combate de boxeo; con el Estado y el mercado alternativamente contra las cuerdas. Falta ver quien tira primero la toalla o si comenzamos el siguiente asalto chocando los guantes en señal de buena lid y ajustados a las reglas, los fundamentos, los principios y la honorabilidad que a cada uno le confiere su encargo a desempeñar digna y patrióticamente en este México nuestro, seamos liberales, neoliberales, conservadores o neoconservadores; populares o populistas, y demás neologismos que al final somos mexicana(o)s toda(o)s. Nos leemos próximamente, mientras tanto ¡que haya paz!

 

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