Con el agua al cuello
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Opinión

Con el agua al cuello

 


Por Humberto Bezares Arango

Por décadas la cuestión del agua ha formado parte de una agenda ecológica subestimada que de tiempo en tiempo aparece en los discursos políticos que, con un tono más o menos apocalíptico, con intenciones más o menos oportunistas, han señalado el inminente peligro de su agotamiento. Se ha dicho mucho y se ha hecho muy poco para hacer frente al problema de la escasez del agua. Hoy, tras décadas de sordera apática o ingenuo optimismo, el reloj de la catástrofe ha llegado a una nueva hora en su imparable avance. Ante la falta de una acción efectiva de los gobiernos y de una respuesta sensata de los ciudadanos para hacer frente a la cuestión del agua, Wall Street aparece con una solución, la única posible y nada sorprendente al amparo de la razón neoliberal: la mercantilización bursátil. 

El pasado lunes 7 de diciembre el agua comenzó a cotizar en el principal mercado financiero del mundo bajo el esquema de un “futuro”. Mediante un instrumento de este tipo, dos agentes se comprometen a realizar en una fecha futura una transacción a un precio fijado hoy sobre un bien subyacente –el agua–. La ganancia o la pérdida de este tipo de operaciones depende de la capacidad de los contratantes para “predecir” el precio futuro del activo, ya que si fijan un precio muy bajo hoy, el vendedor perderá en la transacción cuando llegue la fecha establecida, mientras que el comprador saldrá beneficiado al pagar un precio menor al vigente en el mercado y viceversa.     

No se trata de una idea nueva. La historia de los futuros tuvo su origen en el mercado agrícola norteamericano, específicamente en Chicago cuando en 1874 se estableció una Bolsa Mercantil con la intención de aminorar los impactos negativos de las fluctuaciones de precios y los imprevistos climáticos sobre los agricultores. Mediante los contratos de futuros, los productores garantizaban un precio de venta que mantuviera la rentabilidad de sus cosechas, mientas que los compradores de futuros especulaban sobre el precio de los granos con la esperanza de que estos fueran más elevados de lo estipulado en el contrato para conseguir así una ganancia. 

Al anunciarse la llegada del agua a Wall Street, los defensores de esta iniciativa no han dudado en aludir a este ejemplo de “protección de los productores” para impulsar la iniciativa, argumentando que gracias a los “futuros” se podrá tener una asignación más eficiente del agua y una mejor planeación de las cosechas basadas en los precios futuros del agua bajo el entendido de que los precios de los mercados financieros conjuntan las mejores previsiones posibles y son expresión de la sabiduría colectiva de los inversionistas que actuando cada uno por su propio interés y por separado “son guiados por una mano invisible” que crea el mayor beneficio posible a los participantes del mercado.     

El problema con esta visión romántica de los mercados financieros es que simple y sencillamente es una mentira. El recuerdo de la Bolsa Mercantil de Chicago no es más que eso: una memoria a la sombra de la especulación rampante. De hecho, en el caso de los futuros del agua, se trata de contratos “puramente financieros”, es decir, que no requieren de la entrega física del agua al término del contrato, sino que se trata de un ejemplo notable de la alquimia financiera que es capaz de crear dinero de la nada. Se trata de una forma de especulación pura, una metafísica económica que pierde toda aura de inocuidad cuando nos damos cuenta de que a pesar de no involucrar el intercambio del agua, sí puede afectar su valor. En otras palabras, la especulación y no la precaución se perfila como rector de los precios del agua, y esto debería poner en alerta a cualquiera que tenga una noción mínima de cómo han funcionado los mercados financieros en las últimas décadas gracias a la desregulación. Las palabras burbuja, acaparamiento y crisis vienen a la mente, agravadas por el hecho de tratarse del bien más valioso de la tierra y cuya disponibilidad debería ser un derecho, no un privilegio.  

Existe hoy en día una ortodoxia en economía que dicta que los mercados son más eficientes que el gobierno y que por tanto los problemas públicos deben resolverse mediante la mercantilización. No tenemos que llamar a esta ortodoxia neoliberalismo si la palabra nos incomoda, pero no podemos negar que actualmente impera entre políticos, empresarios y economistas una forma de ver al mundo en el que a pesar de las constantes crisis los llamados a una mayor mercatilización no aceptan dudas ni críticas, incluso en un momento en el que una pandemia nos ha hecho conscientes de la necesidad de una distribución más justa y no necesariamente “eficiente” del agua. Por lo demás ya deberíamos tener claro lo que la eficiencia significa en las finanzas: que el más rico y no el sediento tenga acceso al agua, que se puede hacer dinero de la desgracia y que los mercados financieros tienen el derecho a ahogarnos con su avaricia.    

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