En un movimiento que busca contener la inflación alimentaria sin recurrir a mecanismos formales de regulación, la presidenta Claudia Sheinbaum anunció este miércoles la firma de un acuerdo voluntario con empresas harineras de maíz y asociaciones de tortillerías. La medida, según el discurso oficial, busca impedir un aumento en el precio de la tortilla mediante la reducción de intermediarios en la cadena de producción y distribución.
“El objetivo es que haya menos intermediarios entre el que vende maíz y el que lo procesa… Este es un acuerdo muy importante para nuestro país, pues la tortilla es el principal alimento de los mexicanos”, enfatizó Sheinbaum durante su intervención en ‘La Mañanera’.
Sin embargo, la iniciativa —que no implica compromisos contractuales obligatorios ni regulación de precios— despierta dudas sobre su eficacia y sostenibilidad, en un contexto donde el precio del maíz se ve afectado por factores globales, especulación en mercados y prácticas monopólicas.
¿Quién gana con los acuerdos voluntarios?
La política propuesta por el gobierno federal se presenta como un acto de cooperación entre Estado e iniciativa privada. Pero su carácter voluntario revela una estrategia que evita confrontaciones con grandes corporativos, aun cuando estas concentran buena parte del control sobre la producción industrial de maíz y la comercialización de harina.
La premisa de reducir intermediarios suena lógica, incluso necesaria. No obstante, sin mecanismos de supervisión o incentivos claros para los actores del sector, los resultados podrían quedarse en el plano discursivo. Aún no se ha detallado cómo se evitará que, pese al acuerdo, los precios suban por otros factores como transporte, insumos o especulación local.
Zonas vulnerables: promesas con reservas
Adicionalmente, Sheinbaum informó que a través del programa de Tiendas del Bienestar, su gobierno emprenderá acciones para reducir aún más el precio de la tortilla en las zonas más pobres del país. Esta medida apunta a garantizar el acceso a alimentos básicos a costos más bajos para comunidades vulnerables.
Sin embargo, esta estrategia depende de un sistema logístico estatal cuya cobertura y eficiencia son cuestionables. En comunidades rurales marginadas, las tiendas estatales a menudo enfrentan problemas de abasto, infraestructura y conectividad con productores locales.
¿Un cambio estructural o solo contención momentánea?
La presidenta destacó que desde marzo se venían explorando estos acuerdos: “Hemos estado hablando con las empresas harineras, con las nixtamaleras, con las tortillerías, en varios esquemas que permitan bajar los precios y tener una mejor conexión entre el productor de maíz (…) y el producto final”.
La frase da cuenta de una intención de fondo: reestructurar la relación entre el campo y el consumidor. Sin embargo, hasta ahora, no hay señales de reformas estructurales que garanticen una política alimentaria soberana, equitativa y sustentable. La dependencia del maíz industrializado, las condiciones del pequeño productor y la especulación siguen siendo factores pendientes de atender.
La tortilla como símbolo de soberanía… y de desigualdad
El acuerdo anunciado es, en términos políticos, un gesto hábil: genera titulares positivos, involucra a sectores clave y busca impacto inmediato. Pero en términos económicos y sociales, deja sin resolver el fondo del problema: la profunda desigualdad en el acceso a la alimentación, la concentración de poder en el sector agroindustrial y la falta de políticas públicas con dientes regulatorios.
Finalmente, la tortilla —ícono cultural, sustento diario y termómetro social— no puede depender de la buena voluntad empresarial. Si el gobierno busca cosechar soberanía alimentaria, necesita sembrar mucho más que compromisos voluntarios.