Amigos de El Marquesado ¡Vaaamonos!
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Amigos de El Marquesado ¡Vaaamonos!

 


Si sabes a dónde vas no importa de dónde vengas.

Al Noroeste de la ciudad de Oaxaca se localiza el barrio más grande y más antiguo de Oaxaca, el barrio de El Marquesado, en él se localiza la vieja estación terminal del ferrocarril.

Estación que en algún lugar guarda mis pasos; guarda fantasmas dirigiendo el tren con una lámpara de señales sosteniéndola con la mano derecha a la altura de la gorra y balanceándola de un lado a otro y con la mirada fija, al frente, en el maquinista que girando el cuerpo a la derecha y viendo hacia atrás recibe la señal del garrotero, él de la lámpara.

Van a formar el nocturno que sale para México y yo vengo a apartar lugar para mi padre que viaja a México; supongo que debió de ser para un servicio de segunda porque si no, no hubiera habido necesidad de apartar lugar; hacerlo era un reto, subir al coche de pasajeros atropellándose y empujando para ser primero y ganar un buen lugar, mientras mí padre compraba su boleto y abordaba.

Era emocionante y sencilla esta actividad de apartar lugar. Aún la recuerdo vívidamente, logro oír el sonido cuando soltaban el vapor o el choque del metal cuando unían los carros o el tañido de la campana anunciando la salida del tren y el ?Vaaamonos! Alcanzo a escuchar el grito de los vendedores de pan amarillo de Etla, agua de limón rallado, tamales o fruta de la temporada.

Puedo ver a un maquinista que en ese entonces me parecía que media como cuatro metros, era un señor moreno, robusto; con pantalón de peto de mezclilla, chamarra larga, también de mezclilla; paliacate rojo en el cuello, gorra de ferrocarrilero de mezclilla con rayas azules y blancas y la inseparable lonchera en la mano derecha, como si le quedara chica. Al caminar se balanceaba de un lado a otro, como péndulo y me daba la impresión que cuando reía debía retumbar. Una vez lo vi en un camión de servicio urbano y sin querer oí que le contaba a otro pasajero de un duelo que había tenido; me imagino hasta la fecha que debió haber sido como los duelos del viejo oeste, a determinada distancia, de frente y con pistola. Contaba el maquinista: él disparo dos veces y yo dispare una.

Otro recuerdo es el del restaurante que estaba pasando la taquilla a mano izquierda donde estaba la sala de espera. Lo atendía la mamá de Laura, una compañera de primaria que tenía una hermana que de cariño le decían La Bola.

Las perdí, a La Bola y a su hermana, en el restaurante de la estación, ahí se quedaron ancladas en el recuerdo como el de los toques o el del pellizco del garrotero o el silbato de las tres o el de la máquina nueva o los Ahuehuetes de El Marquesado.

Los toques

Los toques son un secreto que voy a revelar hasta el día de hoy, pero por favor no se lo cuenten a nadie. Tenía cinco años y cursaba el primer año de primaria a la que iban dos turnos, por la mañana y por la tarde. Para ir a los toques nos brincábamos la barda que cerraba un callejón que separaba la vía y el Jardín Madero. La barda era de adobe rematada con un chaflán en pirámide; tenía de alto como dos metros y para escalarla había hoyos de dónde te agarrabas y apoyabas los pies.

Para escalarla era necesario sacarse los zapatos. Primero botábamos los zapatos al otro lado y luego escalábamos la barda.
Eran toques eléctricos; imagínate. No sé, nunca supe quién los descubrió. A mí me invitaron a ir una tarde saliendo de la escuela. Una sola vez fui a los toques y puedo jurar que fue una sola vez.

Era emocionante ir a los toques; antes de empezar a escalar la barda sentías las gotas de un sudor frío que bajaban por tu espalda; te faltaba saliva; te daban ganas de orinar y el corazón parecía que se te iba a salir; podías oír como latía: tum, tum, tum.

Terminando el andén rumbo a las bodegas de carga y del Express había dos postes separados como dos metros y medio. En la primera vez que fuimos, nuestro guía en ésta aventura desconocida, se paró en medio de los postes y nos pidió que hiciéramos una cadena tomándonos de las manos para unir los dos postes. Al conectarnos empezaba a pasar la corriente por nuestros cuerpos.

La última vez que fui a los toques perdí un zapato, lo buscamos entre todos y no lo encontramos por ningún lado y como se hacía tarde, me fui a la casa. Mi problema era como llegar sin un zapato; para no llamar la atención me quite el otro y lo guarde en el peto de mi pantalón. Cuando entré a la casa lo primero que me preguntó mi mamá fue: ¿Dónde están los zapatos? Es que se me perdió uno. ¡Cómo que se te perdió! Si, se me perdió y no sé dónde. Pues ahorita mismo lo vas a buscar y me lo traes. Salí corriendo como alma que lleva el diablo derechito a la estación y al acercarme al lugar en el que lo había perdido, desde lejos, lo primero que vi fue mi zapato.

Allí estaba, solito, sin asustarse, tranquilo, esperándome, como si nunca se hubiera escondido. Había una pila de rieles con espacio entre riel y riel y exactamente debajo de uno de ellos estaba el zapato, me agaché a recogerlo y cuando me enderece mi madre estaba detrás de mí. Con la recomendación pronta y expedita que recibí con una vara de granada con la que me vinieron guiando desde la Estación hasta la casa, fue la última vez que fui a los toques. Por cierto, hasta la fecha mi madre no sabe lo de los toques; vio dónde perdí el zapato pero nunca supo qué hacía yo en ese lugar, si no, quien sabe si estaría aquí, el día de hoy.

El pellizco del garrotero

Otro día iba a apartar lugar y sin medir el peligro me subí al tren en marcha, cuando puse el píe en el estribo, sentí, en el muslo derecho, el pellizco del garrotero que ya mero me arranca el pedazo. Sin querer se me salieron las lágrimas; no dije nada ni me queje porque el garrotero tenía razón; su recomendación fue cambiando con el transcurso de los días, de negro a verde y de verde a morado y me duró casi un mes.

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