¿Democracia imperial?
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¿Democracia imperial?

 


En la versión oficial de la política mexicana, doce presidentes fueron elegidos democráticamente desde 1929 cuando Pascual Ortiz Rubio “ganó” las elecciones y tomó posesión el 5 de febrero de 1930. Pero “El Nopalito” (así le decían), era una imposición de Plutarco Elías Calles, quien lo sustituyó en 1932 por Abelardo Rodríguez y, al cabo, en 1934, el Maximato callista culminaba designando a Lázaro Cárdenas, “elegido” por mayoría democrática, si bien, dos años más tarde se rebeló contra su progenitor político.
Cárdenas hizo ganar “democráticamente” a Manuel Ávila Camacho y a éste le sucedió Miguel Alemán y la serie continuó con Ruiz Cortines, López Mateos Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, de la Madrid Hurtado, Salinas de Gortari y Zedillo. Hasta ahí terminaba la democracia oficialista. Todos esos personajes dieron pie al historiador Enrique Krauze para su genial obra La presidencia imperial, o sea, el ejercicio absoluto y cuasi monárquico del poder en México. Todo en manos de un hombre que controlaba no sólo el Poder Ejecutivo, sino que los tentáculos del presidente se extendían hasta los poderes Legislativo y Judicial, hasta los gobiernos estatales y al más pequeño ayuntamiento.
Esa presidencia imperial estaba justificada por elecciones cada seis años, mismas que se distinguieron por toda clase de patrañas y fraudes en las casillas; trucos, amenazas y violencia acompañaban los procesos para hacer perder en 1929 a José Vasconcelos, en 1940 a Juan Andrew Almazán, en 1952 a Miguel Enríquez Guzmán y, dicen las lenguas malas y buenas que en 1988 a Cuauhtémoc Cárdenas. Por supuesto que la documentación electoral, urnas, actas, boletas y decisiones de comisiones y colegios electorales aparecen en los archivos de manera ordenada y cualquier despistado diría que en México siempre tuvimos elecciones limpias durante la presidencia imperial del PRI.
Pero esa secuencia monárquica y su “democracia”, siempre señalada y cuestionada, no había sufrido rasguños hasta 1968, cuando el Movimiento Estudiantil exhibió a un gobierno despótico, autoritario, criminal y absoluto. Un Gustavo Díaz Ordaz ensoberbecido de poder, ayudado por seres inmorales como Luis Echeverría, Alfonso Corona del Rosal y Marcelino García Barragán, culminaba su mandato asumiendo la responsabilidad total de la brutalidad ejercida contra el estudiantado y la sociedad entre el 22 de julio y el 2 de octubre de 1968. Represión y muerte fueron el sello de ese gobierno que tenía signos ya de descomposición.
Reconocemos que con Ernesto Zedillo al frente, la presidencia dejó de ser imperial y se permitió el verdadero tránsito democrático por 12 años, con gobiernos del PAN insustanciales y superfluos, seguidos por un regreso del PRI debilitado pero excedido en desatinos y corrupción, sin el viejo poder que le daba el hálito falso de una Revolución que no resolvió nada.
Hoy, en 2018, un pueblo harto de las corruptelas, del tráfico de influencia, de la ineficiencia de funcionarios, de errores legislativos y de carencia absoluta de negociación política, acudió a las urnas e ingenuamente cedió por vía democrática, todo el poder a un partido y a un hombre que, ni tardo ni perezoso, empezó ejercer el mando sin tener aún legitimación para ello. Hoy en día vivimos y viviremos por seis o más años los resultados de una “democracia imperial”, sometida a “los que diga el pueblo, que es sabio”, en decisiones cruciales como el nuevo aeropuerto, pero dejando al jefe proyectos como el costoso e inútil Tren Maya o la reubicación de secretarías y dependencias del gobierno federal, temas delicados en los que el “pueblo sabio” no tiene permiso de opinar.
Parece que regresamos a los tiempos de Luis Echeverría, de López Portillo y de Salinas: ahí están Muñoz Ledo, Barttlet, Ovalle, Ifigenia Martínez, Jiménez Espriú, entre otros de una cauda senil que nos retrae a un pasado que quisiéramos olvidar. La “Mafia del Poder” se transfigura en Morena mediante una democracia imperial.