Navidad y el paso del tiempo
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Columna

Navidad y el paso del tiempo

Para el escritor estadounidense Paul Auster la navidad fue el pretexto para pensar en el paso del tiempo, la oportunidad para recolectar los recuerdos que hay de esta temporada y pensar en cómo han cambiado las cosas


Navidad y el paso del tiempo | El Imparcial de Oaxaca

Por un momento observa alrededor del lugar en donde está colocado el árbol de navidad de tu casa. ¿Cómo es?, ¿qué hay ahí?, ¿hay mucha o poca luz? ¿Recuerdas cómo era el año pasado? ¿Hace cinco? ¿Cómo era cuando eras niño? Si tuvieras una fotografía de cada una de las navidades que ha pasado en ese lugar ¿qué te contarían? ¿Recuerdas los obsequios, los abrazos, las personas que estaban contigo, cómo te sentías? ¿Te dieron ahí el regalo que más te ha gustado en la vida? ¿Aún lo conservas? Quizá hoy el recuerdo de lo que ese obsequio significó es aún más valioso que el objeto mismo, quizá ahí radica el valor de una fotografía.

Para el escritor estadounidense Paul Auster la navidad fue el pretexto para pensar en el paso del tiempo, la oportunidad para recolectar los recuerdos que hay de esta temporada y pensar en cómo han cambiado las cosas, qué permanece de esta temporada de “paz y amor” y qué ya no existe, qué ha cambiado y por qué. Cuando el periódico The New York Times le pidió escribir un cuento sobre esta temporada la única respuesta que tuvo fue El cuento de navidad de Auggie Wren, la historia de un fotógrafo que “todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista”.

¿Cómo observarías un álbum de fotografías que contiene una imagen del mismo espacio tomada durante 12 años, 4 mil 380 estampas del mismo lugar? Para Auster, al primer vistazo, la respuesta fue asentir con la cabeza “con fingida apreciación”, pero el creador le hizo una advertencia: “Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio”.

Con más detenimiento, ese ver “el mismo lugar” se convirtió en la posibilidad de observar el paso del tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, “lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya”. Observando comprendió cómo había cambiado el clima, cómo cada vez había más flujo vehicular, cómo era diferente la actividad de las mañanas laborables a la tranquilidad de los fines de semana, qué cambiaba de un sábado a un domingo. También empezó a reconocer a las mismas personas caminando cada día en esa esquina, yendo a la escuela o al trabajo, con un abrigo o con ropa de verano, “tratando de descubrir sus estados de ánimo”.

“Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio”, cuenta Auster, que escuchó como en ese momento “como si hubiera estado leyendo mis pensamientos” el fotógrafo recitaba un verso de Shakespeare: “Mañana y mañana y mañana, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos”.

Permitirle admirar su obra no fue el único regalo que le dio Auggie Wren al escritor, también salvó su apuro de tener que escribir el cuento de navidad solicitado por el diario neoyorkino, le prometió “el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca”, el cuento de Robert Goodwin, el ratero de tiendas más patético, al que decidió visitar en Nochebuena para devolverle la cartera que perdió cuando cometía un atraco.
Tras tocar a la puerta de su domicilio respondió una mujer de unos 80 o 90 años, ciega.

“—¿Eres tú, Robert? —preguntó la señora.

“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar”. La cena llegó, Wren compró alimentos en la tienda del barrio, un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate. La anciana, Ethel, tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, “así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente”.

Después, cuando el hombre fue al baño, vio “apiladas contra la pared al lado de la ducha, un montón de seis o siete cámaras. De 35 milímetros, completamente nuevas… de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar”. A su regreso Ethel estaba dormida. Wren limpió la cocina, lavó los trastes y salió de la casa.

—¿Volviste alguna vez? —preguntó Auster.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.


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