Los infantes de oro Cuento corto
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Tómelo con calma

Los infantes de oro Cuento corto

 


(PARTE I)

En tiempos remotos existían un hombre y una mujer muy pobres. No tenían más que una casa diminuta -que en realidad era una humilde morada- y sólo se nutrían con lo que el hombre pescaba todos los días en un lago aledaño a su morada.
Sucedió que un día, al sacar una vez más la red del agua, el pobre y humilde pescador vislumbró sorprendido que dentro de ella había un pez de oro y, mientras lo contemplaba admirado, oyó que el animal hablaba y que le dijo:
– Si me devuelves al agua, transformaré tu choza en un majestuoso palacio.
El pescador le preguntó:
– ¿Y de qué me servirá un palacete si no tengo que comer?
Y el pez le contestó:
– También remediaré eso, pues habrá en el palacio un gran armario que cada vez que lo abras aparecerá lleno de platos con los manjares más selectos, exquisitos y apetitosos que puedan ustedes desear.
– Si es así, respondió el pescador, bien puedo hacerte el favor que me solicitas con tanto ahínco.
– Sí, dijo el pez, pero hay una condición: no debes decirle a nadie en el mundo, fuera quien fuera, de donde te ha venido la fortuna. Una sola palabra que digas y todo desaparecerá como por arte de magia.
El afortunado pescador volvió a echar al agua al pez y se fue a su morada, pero en el sitio donde esta se levantaba antes, existía ahora un gran palacio. Abriendo sus ojos como naranjas entró y se encontró a su consorte ataviada con hermosos vestidos y sentada en una bellísima sala. Feliz de la vida, ella le preguntó:
– Esposo mío, ¿cómo ha sido esto? ¡La verdad es que me encanta este cambio tan maravilloso!
– Sí, le respondió el hombre, a mí también, pero vengo con gran apetito, dame algo de comer.
– No tengo nada de comer, ni encuentro nada en esta nueva casa.
– No hay que apurarse, le dijo el hombre. Desde aquí veo un armario, ¡ábrelo!
Y cuál no sería la sorpresa de la mujer al encontrar todo tipo de exquisitas y olorosas viandas que le abrirían el apetito a cualquiera. Había una gran variedad de sopas, carnes, ensaladas, verduras, frutas, vinos y pasteles.
Entonces, la mujer, que no cabía en sí de gozo, exclamó:
– Corazón, ¿qué más se puede ambicionar?
Y se sentaron. Comieron y bebieron en buena paz y compañía. Cuando terminaron, la mujer le preguntó:
– Pero esposo mío, ¿de dónde viene toda esta riqueza?
– No me lo preguntes, le dijo él, no me está permitido revelarlo. Si te lo dijera perderíamos toda esta fortuna.
– Como tú gustes, le dijo la esposa. Si es que no debo saberlo, no pensaré más en ello.
Pero su idea era muy distinta. No lo dejaba en paz ni de día ni de noche, fastidiándolo y molestándolo con tanta insistencia que, perdida ya la paciencia, el pescador acabó por revelarle que todo les venía de un prodigioso pez de oro que había caído en sus redes y que él había vuelto a poner en libertad a cambio de aquellos favores. Apenas había acabado de contar la historia, desaparecieron tanto el palacio, como el armario lleno de viandas exquisitas, vinos y otras sutilezas, y se encontraron nuevamente en la miseria y en su humilde morada.
El pobre pescador no tuvo más que nuevamente echar sus redes, pero quiso la fortuna que de nuevo el pez de oro volviera a caer en sus redes. El pez le reprendió:
– Te dije que a nadie habías de decirle de dónde provenía tu fortuna y no hiciste el menor caso. Esta vez tienes que ser muy firme. Échame nuevamente al agua y no le descubras a nadie quien te lo ha dado. Si no cumples, perderás definitivamente tu fortuna.
Al llegar su casa, el pescador la encontró otra vez en gran esplendor, y a su mujer encantada con su suerte. Pero como siempre sucede, la curiosidad no la dejaba vivir, y a los dos días ya estaba preguntando nuevamente como había ocurrido aquello. El pescador se mantuvo firme una temporada, pero al fin, exasperado y sin poder controlarse por la insistencia de su esposa, reventó su fuerza de voluntad y le descubrió el secreto. En ese mismo instante desapareció el palacio y el matrimonio se encontró nuevamente en su pobre morada y sin tener con que alimentarse sanamente.
– ¡Estarás satisfecha!, le regaño el pescador. Otra vez nos tocará vivir en la miseria y en esta choza y volveremos a pasar hambre.
– ¡Ay!, replico ella, prefiero no tener riquezas si no sé de donde provienen, la curiosidad no me deja vivir.
El pobre hombre volvió a la pesca y, al cabo de un tiempo, tal y como el destino lo tenía dispuesto, capturó por tercera vez al pez de oro.
– Escúchame bien. Veo que habré de caer siempre en tus manos. Así que llévame a tu casa y córtame en seis pedazos. Dos se los darás de comer a tu esposa, dos a tu caballo y entierras los otros dos. De todos obtendrás bendiciones.
Hizo el hombre todo tal y como el pez de oro le había indicado. Sucedió que de los dos pedazos que plantara en la tierra brotaron dos lirios de oro, la yegua tuvo dos potrillos de oro, y la mujer dio a luz dos niños también de oro.
Continuará…