ANA MARÍA SOLEDAD CRUZ VASCONCELOS
Estamos ante una situación en la que legisladores, ministros, magistrados del Tribunal Federal Electoral y consejeros del INE, cuyo voto fue determinante para modificar la constitución y dar paso a una contra reforma, en la que nóveles juzgadores serán los nuevos encargados de impartir la justicia constitucional, en las altas cortes del país, sin duda son los nuevos judas, traidores de la justicia y de la patria.
Cuando un ciudadano inocente que no está inmiscuido en el tema de la judicatura federal, local, las fiscalías y su ignorancia y hambre lo llevan a hacer cosas en contra de su propia familia, prácticamente merece misericordia. Pero qué se puede pedir para aquellos que con pleno conocimiento de la función judicial y el rigor de la carrera que han seguido los jueces y juezas federales, habrían optado por apoyar una reforma que más que modernizar o fortalecer el sistema, representa un debilitamiento de los pilares de la justicia federal.
Este tipo de reforma, al abrir el acceso a la judicatura a personas elegidas por voto popular, pone en riesgo la independencia judicial y abre la puerta a intereses particulares, incluso criminales, dentro de la judicatura. La situación se agrava cuando estos actores, que conocen el riesgo, optan conscientemente por apoyar un cambio que lleva implícitas amenazas de corrupción e inestabilidad judicial.
A aquellos ministros, pese a ser expertos y conocedores de las consecuencias que esta “reforma” puede acarrear, deciden votarla a favor, se les podría calificar de traidores a su vocación y a los principios de la justicia. La traición en este contexto es mucho más grave, porque no deriva de la ignorancia o de una falta de comprensión, sino de una elección deliberada de ignorar los principios constitucionales y los valores que sostienen el Estado de Derecho dentro del cual fueron formados.
Dado que estos juzgadores conocen bien los desafíos de la carrera judicial, su respaldo a una reforma que degrada esos estándares sólo puede ser interpretado como un acto de irresponsabilidad consciente, motivado —quizá— por intereses políticos, ambición o presión externa. Mientras que los ciudadanos comunes podrían ser inducidos a votar sin un conocimiento profundo de las implicaciones, a estos altos juzgadores no les ampara la inocencia, sino más bien una perversidad deliberada.
En este contexto, términos como “traidores a la justicia” o “verdugos de la judicatura” podrían ser apropiados, porque se han convertido en agentes de un cambio que debilita el sistema de justicia federal que juraron defender cuando protestaron su cargo. Esta situación pone en evidencia una disonancia ética grave: aquellos que conocen de cerca la vulnerabilidad de la justicia y la importancia de protegerla frente a influencias externas, son quienes con sus votos han facilitado un cambio que podría desmoronarla.