Cada 8 de marzo, me hago la misma pregunta ¿sirve marchar? ¿cuál es el sentido de preparar consignas y reunirse con amigas para gritar muy fuerte mientras las miradas juzgadoras se multiplican en las aceras?¿para qué marchar si la justicia no llega, si las víctimas llenan los noticieros y los gobiernos revictimizan? siempre me hago la misma pregunta, y probablemente ustedes se cuestionan las formas, los límites y a las propias mujeres, pero mientras los cuestionamientos existen, miles de mujeres toman las calles de México en una manifestación que resuena con fuerza en todo el país.
Definitivamente se tiene claro que cada 8 de marzo es una exigencia de justicia, un grito colectivo contra la violencia de género y la impunidad. Es la materialización del hartazgo de generaciones de mujeres que han sido silenciadas, violentadas y despojadas de sus derechos. Sobre todo, en nuestro país, donde ser mujer significa vivir con miedo, donde diez mujeres son asesinadas cada día, muchas de ellas víctimas de feminicidio, y que rara vez encuentran justicia.
Una violencia machista que no distingue edades, clases sociales ni regiones: mujeres desaparecen sin dejar rastro, son acosadas en el transporte público, violentadas en sus propios hogares y discriminadas en los espacios laborales. Una violencia que traspasa las instituciones y las paredes de aquellas que son encargadas de impartir justicia.
Pero cada que me hago esa pregunta, me convenzo de que la movilización feminista, no solo ha impulsado leyes y políticas que buscan erradicar la violencia de género y garantizar los derechos de las mujeres si no también conciencias de quienes tenían las mismas dudas, el alboroto, los “desmanes” y la rabia han fortalecido las marchas del 8 de marzo y poner estos temas en la agenda pública.
Sin embargo, a pesar de estos avances, la realidad sigue siendo alarmante. En muchas regiones del país, la violencia de género es tolerada, minimizada o incluso alentada por estructuras patriarcales que persisten en el tejido social.
Marchar cada 8 de marzo es exigir una vida libre de violencia, denunciar las fallas estructurales del Estado y dejar en claro que el feminismo sigue siendo una lucha necesaria. Aunque algunos sectores intenten desacreditar la movilización, etiquetándola de violenta o radical, la historia nos demuestra que ninguna transformación social ha ocurrido sin resistencia. Cada consigna pintada en las paredes, cada voz que grita en las calles y cada mujer que decide romper el silencio contribuye a la construcción de un país más justo.
Y aunque exista un desbordante entusiasmo para quienes marchamos, para quienes tejemos alianzas e impulsamos a más mujeres, la realidad es alarmante y desalentadora para las mujeres en México, las cifras no han cambiado con las marchas, pero es necesario sentir la libertad de poder gritarlo.
El 8 de marzo es también un día de sororidad, de reconocimiento mutuo y de construcción de redes de apoyo. En las calles, las mujeres se encuentran, se abrazan y se fortalecen unas a otras. La lucha feminista no es solo una resistencia contra la violencia, sino también una afirmación de que juntas somos más fuertes.
Y aunque casi todo es otra cosa, las mujeres que marchan no buscan ser perfectas y ejercer el feminismo ideal, las mujeres que marchan se esfuerzan por transformar estructuras injustas, alzar la voz y dejar de ser invisibles.
Porque mientras una sola mujer siga siendo víctima de violencia, la lucha feminista seguirá en pie, y seguirá marchando.