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La ley debe garantizar el derecho a la información

Hemos asistido, en un compás reducido a unos cuantos meses, a una serie de transformaciones notables en cuanto a la recuperación de la iniciativa social tendiente a avanzar en la definición y la actualización de los derechos informativos de los ciudadanos frente al poder público.

Pero no se trata de un simple desempolvamiento de viejas propuestas, sino de una recuperación de la iniciativa acompañada de un replanteamiento de fondo de la cuestión, de una verdadera modificación de paradigmas y expectativas en este campo.

Sólo en función de una tradición estatista o estatalista tan arraigada como la del siglo XX mexicano pudimos plantearnos como un avance y dentro de esa cultura, ciertamente, lo fue la adición de 1977 al artículo sexto constitucional que le atribuyó al Estado el papel de garante del derecho a la información.

El nuevo paradigma que hoy cobra fuerza en nuestro país nos plantea una modificación radical respecto del modelo hoy en retirada ante la comprobación de que el Estado mexicano mostró, históricamente, primero, que no tuvo, en los hechos, la disposición de garantizar el derecho a la información y, segundo y más importante, que su modelo histórico de comunicación no fue diseñado para garantizar los derechos informativos de los ciudadanos sino, en todo caso, para condicionarlos.

Fue ante esas evidencias que se fue abriendo paso el nuevo paradigma de un Estado democrático, que no debe estar para condicionar ni para controlar, así fuera con el ánimo de garantizarlos, los derechos informativos de los particulares.

Así, el nuevo paradigma propone que los órganos del Estado y sus exponentes son y deben ser precisamente los sujetos a ser controlados por los ciudadanos y a ser obligados a satisfacer el derecho a la información que, en todos los campos, asiste, por principio, a los particulares.

Escuetamente, estos serían los hechos y los paradigmas enfrentados en la discusión:

Por un lado, está el modelo de la reforma política de hace un cuarto de siglo, reforma promovida desde la cúpula del Estado en los años 70 del siglo pasado, y cuyo paradigma quedó hasta la fecha plasmado en la Constitución con aquella frase de que “El derecho a la información será garantizado por el Estado”.

Por otro lado, está la gran transformación política operada en los últimos meses, no por el Estado, sino incluso a pesar de algunos operadores del Estado precisamente porque se trató de una transformación política precipitada esta vez por la voluntad de los electores y que vino a plantear un nuevo paradigma en el punto de la transparencia informativa y el acceso a la información pública por parte de los particulares.

Este nuevo paradigma parecería expresarse con la idea central de que es la ley, que esta vez debe ser la ley y no el Estado, la que ha de garantizar el derecho a la información que asiste en todo tiempo a los particulares.

Y, en consecuencia, que debe ser la ley la que obligue al Estado y no el Estado el que obligue a los particulares a satisfacer ese derecho que justamente corresponde ejercer a los particulares sin más restricciones que las establecidas, con la mayor precisión y sin la menor discrecionalidad, en la propia ley.

Hay una crítica que se repite a este nuevo paradigma del derecho a la información que ahora se abre paso: al concentrar en el poder público la carga central de la responsabilidad de satisfacer ese derecho, parecería estar dejando de lado, se observa, las responsabilidades de otros actores sociales involucrados en los procesos informativos, particularmente los medios.

Esta crítica, sin embargo, podría contrarrestarse con el argumento de que, de llevarse a la práctica, con todas sus consecuencias, la propuesta central de este paradigma supondría la capacidad ciudadana de obligar al Estado a aportar y transparentar la información de que dispone sobre su propia relación con los medios y con otros poderes vinculados a ellos.

Y esto podría contribuir, a su vez, al esclarecimiento y al consecuente desmantelamiento de ese complejo burocrático empresarial de la comunicación que prácticamente a todo lo largo del siglo, y del ciclo político que llegó a su fin, generó una poderosa red de intereses y dio sustento a una cultura de la subordinación autoritaria, de la subvención en sus formas más variadas, de la colusión y de la impunidad, que han estado y todavía están en la base de las distorsiones del quehacer informativo nacional.

Ese modelo de relación entre el poder y los medios está sobreviviendo, hoy por hoy, al sistema político que le dio vida y para el que vivió en el pasado. Ha adquirido vida propia, una vida que se sigue nutriendo de la misma cultura política del viejo régimen, con las adherencias de los nuevos excesos mercadotécnicos que trajo consigo el nuevo.

De allí la necesidad de que el nuevo paradigma del derecho a la información, ya no garantizado ni exigible a través del Estado, como lo proclamó como letra muerta la reforma de 1977, sino a través de la ley, en el marco de la esperada legislación moderna en la materia, termine obligando al poder público a desmantelar el viejo modelo de relación con los medios.

Sin ello, la apertura de los medios no sólo corre el riesgo de quedarse en las poses cada vez menos convincentes de los conductores de la televisión; en las estridencias de los locutores de la radio; o en esa percudida violencia verbal con la que algunos operadores de los medios impresos pretenden estar ampliando las libertades informativas.

Hay un riesgo mayor: el de la regresión de esas aperturas marginales o escenográficas.

Un vistazo a las vicisitudes de las libertades informativas en las sociedades en transición conduce irremediablemente al ejemplo ruso. Entre el jueves santo y el lunes de Pascua la cadena de televisión independiente NTV regresó al control estatal y su periódico Sevodna (Hoy, en ruso) dejó de circular en el marco de un reacomodo de los intereses burocrático-empresariales en colusión, poniendo fin a ocho años de apertura informativa en el viejo imperio.

Así de frágiles pueden ser nuestros avances en este campo.

 

Texto: José Carreño Carlón

Abogado, académico, periodista

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