Independencia ¿Y libertad?
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Independencia ¿Y libertad?

 


Parte uno

“La revolución que estalló en septiembre de 1810 ha sido tan necesaria para la consecución de la independencia, como perniciosa y destructora del país. Los errores que ella propagó, las personas que tomaron parte o la dirigieron, su larga duración y los medios de que se echó mano para obtener el triunfo, todo ha contribuido a la destrucción de un país que, en tantos años, como desde entonces han pasado, no ha podido aún reponerse de las inmensas pérdidas que sufrió”.

El párrafo aquí reproducido fue escrito en 1836 por José María Luis Mora, considerado el padre del liberalismo mexicano e impulsor del sistema federal, en su monumental obra México y sus revoluciones. Fue contemporáneo de los iniciales actores de la revolución de 1810, testigo de los sangrientos hechos perpetrados por Hidalgo en Guanajuato; referencia cierta e indudable de lo que aconteció entre 1810 y 1821. Fue también contemporáneo de Lucas Alamán, su opositor político, coincidente también en Guanajuato y asimismo crítico de los resultados que arrojó la guerra de Independencia. La primera transformación dejó un saldo negativo y una secuela de ruindad y enconos.
Si bien el Ejército Trigarante, encabezado por Agustín de Iturbide, entró a la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821, el acta fundacional del Imperio Mexicano se firmó el 28 del mismo mes, de manera que, en estricto sentido histórico, desde esa fecha nuestra nación es Independiente, después de haberse firmado los Tratados de Córdoba, en los que participó el mismo Iturbide y Don Juan O’Donojú, quien no alcanzó a ocupar el sitial de virrey de la Nueva España.
El Imperio Mexicano duró hasta 1823 y para su conformación institucional adoptó la Constitución de Cádiz. El también llamado Primer Imperio fue la primera forma de gobierno que tuvimos. Es una mezquindad omitir eso en nuestros textos oficiales de historia nacional. Sólo se menciona a Guadalupe Victoria como primer presidente de México, como si no hubiera un precedente auténtico; es, por tanto, Agustín de Iturbide, el primer mandatario de lo que fuera un vastísimo territorio que nos heredó la Corona Española, conformado por tierras que nunca antes estuvieron conocidas y mucho menos unidas, ya que los pueblos indígenas se constituían más en ciudades-estado que en imperios o extensiones delimitadas: es falso decir que Tenochtitlán era “imperio azteca”.
Después de la Independencia, México fue gobernado (es un decir), por un rosario de presidentes, la mayoría de ellos mediocres, xenófobos, corruptos e incapaces de gobernar el gran territorio que fue la Nueva España. Por Palacio Nacional circularon Victoria, Guerrero, Santa Anna, Gómez Farías, éstos dos últimos repetidores en el cargo y tan impropios para tal, que facilitaron la separación de Texas, la invasión americana y la siguiente pérdida de una rica porción al norte del país.
La Revolución de Ayutla, en 1854, supuestamente para derrocar a Santa Anna, trajo divisiones, encono y guerras. El país se empobrecía cada vez más y ni la promulgación de las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857 dieron paz y tranquilidad, sino que fueron motivo de odios entre mexicanos. La Reforma, como la Independencia, dejó también empobrecido a México. Fue una segunda transformación que nos dejaba hundidos.
Hasta 1876, año en que ascendió a la presidencia el general Porfirio Díaz, México fue asiento de golpes de Estado, asonadas, cuartelazos, pronunciamientos y alternancia de presidentes de uno y otro bando, hasta tener un Segundo Imperio (Maximiliano) y un país ocupado por tropas extranjeras.
Es irrebatible: México prosperó económicamente durante el Porfiriato, se estaban sentando las bases para un crecimiento y desarrollo armónicos; subsistían las diferencias y nos asaltó el movimiento maderista de 1910, alterado, pervertido y generando divisiones y traiciones en distintas etapas hasta 1917. Quedaba un país despoblado, empobrecido y sometido al desconocimiento de las potencias mundiales, como Estados Unidos, que nos vendió caro el reconocimiento con los Tratados de Bucareli. La tercera transformación castraba nuevamente el progreso de una nación potencialmente rica. (CONTINUARÁ).