Ánima en pena en el Marquesado
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Ánima en pena en el Marquesado

 


En la madrugada del sábado de gloria de 1827, el marido ofendido de una criolla le dio tres estocadas, de la espalda al corazón, a un sereno, qué, herido, caminó desde la esquina de Enríquez (así se llamaba la esquina frente al templo de Santo Domingo) hasta el Calvario, en dónde cayó muerto boca abajo a medio callejón.

Al morir, las puertas del cielo se habían cerrado para él por haber muerto boca abajo y, además, en pecado mortal; su castigo duraría cuando menos cien años, si es que tenía suerte y le iba bien, según las cuentas de las mujeres piadosas del barrio que se vestían de negro en la Semana Santa.

Desde entonces en las noches oscuras cuando aullaban los perros, los santos varones peninsulares, criollos, mestizos, negros, mulatos e indios que confesaban totalmente sus pecados mortales y veniales cada domingo podían ver, si querían, el ánima en pena del sereno con su farol en la mano derecha, a la altura de la cara.

Esta ánima bendita del purgatorio, en vida, fue conocido por borracho y porque nunca asistía a misa los domingos, ni en las fiestas de guardar. Vivió en el barrio de El Marquesado, en una vecindad a la que se entraba exactamente atrás del árbol chueco, en la Calzada Morelos, llamada así hasta 1928, hoy es la Calzada Madero.

Un día el cura le dijo que confesara sus pecados a Dios y riéndose le contesto: “Entonces nunca me voy a confesar con usted”.
Después de morir vagaba sin descanso en dirección al templo del Calvario, en donde se perdía entre los escombros que había dejado el terremoto del 9 de marzo de 1845; muchos años después, cuentan los vecinos que lo percibieron a las once y media de la noche del 11 de mayo de 1870, un poco antes del terremoto, estaba sentado en la puerta del templo de San José; otros afirmaban que esto no era cierto, que era en la puerta Oriente de La Soledad y otros más aseguraban que distinguían al muerto, claramente, parado a un lado de la pilita de San Felipe Neri, alumbrando con su farol el camino de los arrepentidos de sus pecados, próximos a morir.

La verdad de este misterio es muy sencilla; lo que buscaba inútilmente alumbrándose con el farol era a un cura piadoso, justo y de alma pura que lo confesara.

El padre Alfredo Montes Pacheco llegó al templo parroquial de Santa María de El Marquesado de la ciudad de Oaxaca de Juárez, el 1 de mayo de 1920 y estuvo treinta años, hasta su muerte el 3 de mayo de 1950.

En la parte superior de la portada del templo, entre las torres de los campanarios, acostado boca abajo, con los pies juntos y los brazos en cruz conjuraba culebras de agua. Era un sacerdote preparado para esto.

Los más viejos del barrio que lo vieron, cuentan que este exorcismo mayor lo hacía en latín; vestido con una túnica blanca sobre la sotana; usaba como ceñidor un cordón blanco y una estola blanca sobre los hombros. Solo en casos extremos usaba la capa pluvial.

La posición precisa era poniendo la rodilla derecha en tierra y con un báculo, que era su arma para combatir ese mal, señalaba el horizonte en dirección de las nubes más negras, mientras un auxiliar movía el incensario esparciendo el aroma en todas direcciones. La tormenta caía, por supuesto, pero ya no con la intensidad que había anunciado el padre.

Tenía fama de ser un hombre piadoso, justo y de alma pura. Visitaba enfermos y hacía obras de caridad. Cuando sus feligreses le solicitaban algún servicio los atendía de inmediato, a la hora que fuera y sin distinción, aunque no hubiera probado alimento o tuviera que caminar grandes distancias.

El 9 de febrero de 1928, a la hora nona sonaron solas las campanas y despertaron al padre que se había retirado a sus habitaciones para hacer oración. Sintió un ruidito en el oído derecho y pensó: va a temblar y fuerte.

Ya había oscurecido, después del Ángelus, cuando sonó la aldaba tres veces. Encendió el único foco de la casa cural y preguntó: hijo ¿qué se te ofrece? ¡Confesión padre! ¡Confesión! ¡Es para ti? ¡No padre, es para un moribundo!
El enviado tomó su farol y condujo al padre Montes al callejón del Calvario hasta dónde estaba el moribundo; el padre se arrodilló y usando toda la fuerzade la que fue capaz puso boca arriba el cuerpo y dijo: ¡Ave María purísima! y le contestaron: ¡Sin pecado concebida! El padre le pidió al mensajero que se alejara un poco para que no escuchara la confesión.

Fue una confesión larga que duró siete credos. Finalmente dijo: ¡Arrepiéntete y yo te perdono todos tus pecados! le dio la comunión y le administró los santos óleos en las sienes y en las manos. ¡Ave María purísima! ¡Sin pecado concebida!
Cien años después de muerto, cuenta la leyenda, se le abrieron las puertas del cielo y por fin pudo descansar en paz.
El farol estaba a un lado y el mensajero había desaparecido. El padre lo tomó, alumbró al muerto y vio la casaca roja y el calzón azul marino que habían usado como uniforme los serenos. Acerco la luz al rostro y ¡era el del mensajero! Se santiguo y mirando al cielo, en voz alta empezó a rezar la magnífica (Magnificat).

Empezó a temblar y a respirar con dificultad, el corazón se aceleró y parecía que iba a explotar en el pecho. Un sudor frío corría por su espalda; sentía cómo si el muerto soplara detrás de su nuca y percibía las manos frías que en cualquier momento lo agarrarían para llevárselo; le castañeaban los dientes.

De regreso no se detuvo en la Parroquia, se fue directo a la casa de su hermana Dolores que vivía a dos cuadras. Al verla le dijo: “prepárame una infusión, acabo de confesar a un muerto”.

Un frío que calaba hasta los huesos empezó a sentirse. La luna llena se ocultó. Los perros empezaron a aullar; el canto de los gallos, el mugido de las vacas y el rebuznar de los burros se hizo lúgubre.

En ese momento empezó a temblar. Nuevamente, en el mismo día, sonaron solas las campanas doblando a muerto y los relojes se detuvieron. Eran las 10:39 p.m. del jueves, 9 de febrero de 1928.
Días de muertos 2017.

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