No minimizar líos agrarios
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Opinión

Editorial

No minimizar líos agrarios

 


La semana anterior, se dio un conato de enfrentamiento entre las comunidades de San Juan Bautista Tlacoatzintepec y San Andrés Teotilalpan, en donde se presentó la retención de elementos de la Guardia Nacional y funcionarios estatales. Como éste, Oaxaca tiene entre sus principales problemas de seguridad, centenas de conflictos agrarios que, de ninguna manera pueden ser minimizados, pues a lo largo de la historia contemporánea han dejado muchos muertos y agravios entre las mismas comunidades involucradas. En la conferencia de prensa, luego de concluir la mesa de seguridad del miércoles 26 de abril, el titular de la Secretaría de Gobierno, José de Jesús Romero López, mencionó algunos de los líos agrarios que están latentes, aunque son focos rojos: el que libra Santiago Amoltepec con San Mateo Yucutindoo y Santa Cruz Zenzontepec; el conflicto entre Santo Domingo Teojomulco y San Pedro El Alto o el de San Juan Ñumi y San Juan Mixtepec, entre otros.

En la actual administración, con el ardid de la justicia y la paz en las comunidades en conflicto, además del diálogo para dirimir controversias, se pretenden privilegiar los llamados acuerdos de paz que, un día firman autoridades municipales y de bienes comunales, para desconocer los términos pactados al día siguiente. Lo vimos en la pasada administración con el viejo conflicto por el agua que traen entre manos San Pedro y San Pablo Ayutla, con su vecina, Tamazulapan del Espíritu Santo. La primera población desmintió al día siguiente que hubiera pactado la paz. No es el único. Al menos en la Sierra Sur, en el distrito de Sola de Vega, los problemas agrarios siguen cobrando vidas, como a lo largo del Siglo XX. Esto es, hay que ir más allá de la foto en donde todos aparecen sonrientes y felices, que sólo es una ficción.

La Secretaría de Gobierno debe estar alerta de la resolución de litigios y laudos que están en el Tribunal Agrario, pues sus resoluciones llegan a minar la endeble paz pactada. Si bien el diálogo es el instrumento idóneo para mediar y evitar enfrentamientos, también lo es la urgencia de aplicar la ley. Ya es común que los muertos que generan dichos conatos violentos, jamás reciben justicia. Es decir, el sobado diálogo omite la aplicación simple y llana de la ley a los criminales, ya sean de una u otra comunidad en conflicto. Los agravios se cobran al día siguiente o en cualquier momento, haciendo de los líos agrarios un cuento de nunca acabar.

 

El abandono citadino

 

El martes 25 de abril, como ya es tradicional, se celebró un aniversario más de que nuestra capital hubiera sido elevada a la categoría de ciudad. Eso fue hace 491 años. Oaxaca de Juárez es su último nombre. Pero no vamos a repetir los trillados caminos de su historia, sino ubicarnos en el hoy, en el presente. Nuestra capital exhibe los síntomas del abandono y de la abulia oficial. Las últimas lluvias atípicas recientes, han contribuido a una deforestación progresiva, ante la caída de añejos árboles. Hace al menos un lustro fueron derribadas centenas de palmeras que, ante la falta de cuidado, se llenaron de plagas. Jamás han sido sustituidas por nuevas especies. Ahí yacen todavía muchas inertes o en troncos secos, como monumentos a la apatía y la irresponsabilidad.

El Centro Histórico, a excepción de la Alameda de León recientemente restaurada, luce como un espacio sumergido en la anarquía. El proyecto de calles peatonales contrasta con un comercio en la vía pública que amenaza engullirse parques, banquetas y andadores. Inmuebles catalogados e históricos, víctimas del grafitti. Fieles exponentes de la arquitectura novohispana, con canteras manchadas y perforadas. Barrios mágicos como Jalatlaco o tradicionales como Xochimilco, bajo amenaza de la llamada gentrificación. Adiós a ese aire provinciano tan típico de lo oaxaqueño. Lo que fueron vecindades ahora convertidas en cafés o antros. Aquellas que fueron curtidurías o talleres artesanales textiles, devenidos restaurantes y hoteles de moda, para el disfrute del turismo extranjero. El único que puede pagar los altos costos del consumo o el hospedaje.

Un casco urbano caracterizado por los hoyancos y baches. Por el depósito de bolsas de basura, ante una onerosa crisis que no termina de resolverse. Nuestro principal afluente, el Río Atoyac, convertido en tiradero ante la abulia del sindicato responsable que exhibe cada vez más su impunidad. Y un gobierno municipal que sigue encogiéndose de hombros, con el sobado argumento de que no tiene recursos. Asumimos vivir en una de las ciudades más bellas de México y dicen las revistas especializadas, que uno de los mejores destinos del mundo, pero con un sistema de semáforos colapsado; con una vialidad infernal, en donde prevalece la doble fila; en una ciudad que ha sido calificada como insegura por la mayoría de sus habitantes. El año que viene habrá elecciones y una vez más escucharemos las clásicas promesas, que en funciones se convierten en fallidas. El mejor homenaje que se le puede hacer es, lo mencionamos hace tiempo, devolverle la dignidad de antaño.