Tenemos derecho a vivir sin ruido
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Opinión

Carpe Diem

Tenemos derecho a vivir sin ruido

 


Ruido y sonido son dos cosas diferentes. Nuestra civilización es ruidosa, lo ha sido siempre, pero hoy el ruido lo hemos convertido en parte de nuestra canasta básica y no podemos eliminarlo, o disminuir por lo menos, el daño a nuestra salud.

La naturaleza genera sus propios ruidos y sonidos. Pueden ser los del viento al acariciar los árboles, pueden ser las olas al romper en la playa, pueden ser las cascadas al caer el agua. Son ruidos naturales que más que molestia generan placer. El problema son los ruidos que nosotros hacemos.

La pandemia nos ha traído un poco de paz, por lo menos en lo que respecta al ruido de las calles y de las fiestas que han disminuido, pero no se han ido y están en espera de reanudarse en cualquier momento. Para los jóvenes, que no conocen el valor del silencio, es una magnífica oportunidad para que aprendan y valoren el viejo dicho de “el silencio es oro”.

Nuestra tierra está muy lejos de ser considerada una gran urbe, sin embargo, como si lo fuera, el nivel de ruido en algunas zonas y en determinados horarios llega a ser insoportable.

Hasta mediados del siglo pasado eran los ruidos del tren y de lo cuetes de las fiestas patronales los más fuertes. Había poco tráfico, los altavoces no tenían tanta potencia, no había aviones y, quizá, los más fuerte eran las campanas de las iglesias anunciando misa.

Los años pasaron, la ciudad creció y se hizo necesaria la introducción masiva de autos, camiones y motocicletas para transportarnos, además de contaminar el aire contaminamos el silencio. Conforme los ruidos artificiales fueron subiendo de tono los ruidos y sonidos de la naturaleza se fueron apagando.

Durante los años 70 y 80 del siglo pasado el ambiente estuvo dominado por el silbato de la fábrica de triplay que anunciaba el cambio de turno con una potente sirena que cubría toda la pequeña ciudad. El silbato de la locomotora también fue parte del ambiente citadino durante muchísimos años, hasta que el último tren a Puebla dejó nuestra tierra. Y, por supuesto, nuestro hermoso cielo contaminado por el ensordecedor ruido de los turbomotores de aquellos viejos aviones Boeing 727 de Mexicana de Aviación o los DC-9 de AeroMéxico.

Lo de hoy son las ruidosas motocicletas, sobre todo las de los juniors que se pasean con insolente escape abierto retándonos a todos. Antes fueron los altavoces, hoy son las bocinas que están de moda y que están casi en cada negocio, mercado o fiesta en la ciudad. A manera de tortura, los dueños de tales aparatos los ponen a máximo volumen. No se diga si se trata de las tiendas Elektra, que gozan de las simpatías presidenciales, desafiantes de las autoridades municipales de cada pueblo.

Incluido en el catálogo de ruidos que invaden nuestra privacidad están ahora, con el pretexto de la pandemia, los bocinazos de algunos párrocos y pastores evangélicos que a toda hora nos ponen sus rezos, homilías o sermones y que no podemos evitar ni en la intimidad de nuestro hogar.

El ruido es un problema y afecta nuestros derechos. Es una contaminación que no se ve ni se huele, pero si daña la salud. Autos, aeropuertos, industrias, antros, fiestas, calendas, tamaleros, panaderos, ambulancias y otros ruidosos alteran la vida provocando insomnio, estrés, problemas de conducta, irritación y molestia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que el ruido es la segunda causa de enfermedades por motivos ambientales.

Ruidos a partir de los 30 decibelios, unidad de medida del ruido, evitan conciliar el sueño. A 40 dB es difícil sostener una conversación, a los 55 provocan malestar diurno fuerte, a los 75 existe el riesgo de perder la audición. Una motocicleta produce entre 60 y 90 dB. En una fiesta, antro o discoteca se superan con facilidad los 100 dB. Una Tv alcanza entre 50 y 75 dB.

Preocupante para nosotros deben ser las calendas y sus cuetes. La pirotecnia que se usan en toda clase de calendas y festejos en general alcanza los 120 dB, casi el doble de lo tolerable según la OMS, y aquí se usan como si nada de manera frecuente. Quienes viven cerca de Xochimilco, Jalatlaco y algunas otras parroquias ruidosas saben muy bien lo que se sufre en cada fiesta religiosa o mayordomía que, además de los altavoces con los repetitivos rezos que hay que soportar, hay que tragarse la falta de acción de las autoridades que deberían tutelar nuestros derechos.

Regular el ruido es un reto. El ruido invade nuestra privacidad y, por tanto, el que lo provoca debe ser sancionado y el Estado debe tutelar este derecho a vivir sin ruido que, en el fondo, es una injerencia arbitraria en nuestras vidas al invadir nuestros domicilios. No, no es una exageración, y mientras la ciencia y la tecnología no inventen algo para que el ruido permanezca únicamente en el ámbito de quien lo produce habrá que regularlo forzosamente, reafirmando una y otra vez que el ruido altera nuestra tranquilidad, a la que tenemos derecho. Es un hecho que el exceso de ruido deteriora nuestra salud, pero también de nuestras mascotas y fauna silvestre que tiene derecho a vivir en paz.

Es necesario dar al ruido la importancia que tiene y es obligación de las instituciones del Estado regular este contaminante en defensa y protección de los derechos de las personas y animales.

Los supersticiosos

Está a la vista de todos, el gobierno del país está en manos de una banda de supersticiosos que, con base en sus creencias paranormales, están tomando decisiones equivocadas, desmantelan al país y lo hunden en profunda división y crisis.

En este gobierno se cree en los “detente”, en las nano moléculas de cítricos, en los aluxes, en el mole como antídoto a la Covid-19, pero se desprecia la ciencia y la razón.