¿Libres para elegir?
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Opinión

¿Libres para elegir?

 


En medio de uno de los procesos inflacionarios más severos de los últimos años, llega una vez más el rito anual del consumo: esa mala copia del black Friday norteamericano al que hemos bautizado como “el buen fin”. Por algunos días, los “buenos” ciudadanos del capitalismo somos convocados a inmolar nuestros escasos recursos al altar de las pantallas planas, de los teléfonos inteligentes, de la ropa de marca… y para aquellos a los que la escasez y la pandemia hayan mermado sus de por sí bajos ingresos monetarios –6.3 millones de mexicanos, según reporte del INEGI, han dejado la clase media en lo que va de la pandemia–, se ofrece la redención del crédito: compre ahora y endeudarse para siempre. Sobre el goce, ya no hay garantía que valga. 

Aunque se trata de recursos retóricos, en ningún momento las referencias religiosas con las que suelo adornar esta columna –de allí su título de “herejías”– tienen más sentido y sustancia. Hace más de un siglo el filósofo alemán Walter Benjamin se refirió en un escrito memorable al carácter religioso del capitalismo: una religión sin teología que se funda sobre la deuda/culpa (en alemán, la palabra schuld tiene ambos significados). No se trata de una mera alegoría, sino de la reflexión de un pensador que ocultos en una prosa críptica nos dejó destellos que iluminan nuestro entendimiento de la sociedad en la que vivimos. 

Al igual que para el Islam existe una noche llamada “la Noche de las noches” en la que se abren de par en par las puertas del cielo –esto lo relata Borges en una página de su bellísima obra Ficciones [1944]–, el capitalismo tiene su fin de semana, toda una semana en  realidad, en la que las puertas del crédito y las dudosas ofertas se abren de par en par para convidar a los elegidos a la mesa del consumo. Un rito degradado, sin duda, pero un rito al fin que, como toda religión, da vigencia y actualidad a su iglesia. 

Lo que Benjamin no supo, lo que no llegó a ver, es que durante el siglo XX se construyó esa teología ausente del capitalismo, el dogma que le da sentido y que, ahora lo sabemos, se apropia de la libertad bajo esquivo nombre de “neoliberalismo”. Pero antes hizo falta que existiese un enemigo, un gran Satán al que se pudieran achacar los males. Éste fue el Estado totalitario que, tanto en su versión fascista como en su contraparte comunista, sirvió como prueba a las huestes teóricas neoliberales que proclamaron que sólo en ausencia de Estado podría el hombre alcanzar la redención final: la libertad individual. Como todo dogma, pronto se tendió al exceso que, por un lado, extendió la condena del Estado a toda forma de política que transgredieron unos límites muy estrechos, llegando a ver en la educación o la salud pública una amenaza para libertad, la cual, por otro lado, pasó a identificarse con una entelequia: el libre mercado. 

Una de las obras fundamentales en este proceso de denuncia fue el libro de Friedrich Hayek Camino de Servidumbre [1944], en el que el economista austriaco llevó al extremo su miedo al totalitarismo para profetizar que toda forma de intervención gubernamental, particularmente las políticas de aumento salarial, derivaría inevitablemente en un totalitarismo. 34 años más tarde, ya con menos miedo y ante el imparable triunfo del neoliberalismo, otro economista, el norteamericano Milton Friedman, se encargó de escribir una nueva versión del trabajo de Hayek con una visión menos catastrófica y más promisoria del capitalismo: Libres para Elegir [1980]. A partir de la historia de un lápiz, con una prosa y una ingenuidad remarcables, Friedman nos adoctrina sobre cómo nos sumiríamos en la barbarie sin los libres mercados. La libertad para elegir lo que queremos comprar pasó a ser el signo de las bondades del capitalismo. 

¿Libres para elegir? Veo las avalanchas humanas fluyendo por pasillos atestados de un centro comercial. Veo a los pobres endeudarse para conseguir un nuevo televisor. Veo a los ricos ufanarse por un nuevo yate, más grande, más caro… Nada de esto se parece a la libertad. Ser un buen ciudadano del capitalismo significa ser un buen consumidor, y para eso hace falta dinero, y para eso hace falta mucho esfuerzo, y para eso hacen falta sacrificios. Y nunca es suficiente: siempre se puede tener más. Una explotación que, en principio, no tiene límites. ¿Acaso nadie repara en que la verdadera redención, la libertad de hacer con nuestro tiempo lo que queramos y no lo que consumimos, la libertad de no vivir preocupados por las deudas, la libertad de vivir sin destruir el medio ambiente, son todas asequibles no mediante un mayor consumo, sino aprendiendo a vivir con menos? La publicidad nos ofrece emociones sin límite, la felicidad al alcance de un click. A estas alturas del juego deberíamos conocer el engaño, pero parece que no es así. El camino al purgatorio está plagado de buenas ofertas.          

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