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Estoy seguro de que muchos de mis colegas economistas encuentran algo incómodo en la palabra “autosuficiencia”, pues ésta ha sido estigmatizada en nuestros manuales de “economía internacional” como un primer nivel evolutivo que, a la luz de la globalización comercial desde el siglo XIX hasta nuestros días, señala un alto grado de inmadurez económica o un nacionalismo trasnochado.

Es pues muy probable que en los próximos días proliferen análisis negativos sobre el anuncio que el pasado lunes hizo el Presidente López Obrador sobre la adquisición de la refinería Deer Park de Texas. En el breve comunicado fue manifiesto el beneplácito del mandatario ante la compra del gigantesco complejo industrial fundado en 1929 y recientemente renovado, alegría que se hizo más notoria al momento en que el líder moral de la llamada 4T pronunció las palabras “autonomía energética”.

¿Cómo explicar tal triunfalismo en un panorama ante el que la mayoría de los economistas mostrarían su desacuerdo? La ignorancia aparece como una primera e insatisfactoria respuesta. Insatisfactoria, me temo, debido a que no queda claro de qué lado pesa más la ignorancia: si son los economistas los que están empeñados en teorías abstractas que los hacen ciegos ante la creciente inestabilidad, económica y militar, de las relaciones geopolíticas; o si es el Presidente quien ha convertido en ciega ignorancia su arraigo a la industria petrolera de su natal Tabasco.

Según una de las más antiguas teorías económicas expuesta por el economista inglés David Ricardo a principios del siglo XIX, la “división internacional del trabajo” en la que cada país se especializa en lo que mejor puede hacer dada su dotación natural de recursos y talentos, garantiza la mayor productividad mundial y el mayor beneficio potencial para los habitantes de la tierra. Potencial porque nunca se responde a la pregunta de quién recibe los beneficios. Para los economistas clásicos, y muchos de los actuales, lo que importa es hacer crecer la bolsa, no repartirla. Pero hoy en día parece inevitable reconocer que el problema de la repartición sí importa y la soberanía en áreas estratégicas no es una necia ceguera cuando las crisis financieras rompen pactos entre naciones mientras las crisis ecológicas los obligan a concretarlos para frenar la contaminación rampante.

De aquí surge una segunda crítica que denuncia el trasnochado apego del Presidente a una fuente de energía altamente contaminante en un momento en el que la endeble cooperación internacional concreta acuerdos para reducir la dependencia al petróleo. Un paréntesis se abre ante esta por lo demás loable crítica. Se trata de una precaución contra un desmedido “optimismo tecnológico” que crea que liberándonos del “oro negro” entraremos automáticamente en una edad verde de autos eléctricos y energías limpias, sin reparar en el hecho de que actualmente parte de la energía que mueve a esos vehículos emplea petróleo todavía, y que los mismos autos, por muy ecológicos que se declaren, requieren de baterías de litio cuya explotación dista de ser “limpia” y sustentable, y que pronto comenzará a explotarse en territorio nacional con el consejo de Bolivia.

Una tercera crítica, más ambigua pero muy popular, prevé que la gestión pública del complejo de Deer Park llevará a su deterioro y quiebra. En este caso entra un juego un maniqueísmo que, a priori, asume la ineficiencia del gobierno y la competencia de la empresa privada. Más trasnochado que el apego al petróleo es este discurso que ve, en uno u otro extremo, en lo público o lo privado, al gran Salvador o al gran Satán de la sociedad.

Personalmente creo que haríamos bien en dejar de depender lo más pronto posible del petróleo. Las ardientes lenguas de sol que queman nuestro suelo deberían bastar para proveernos con la energía necesaria, siempre y cuando estemos dispuestos a un cambio en nuestra forma de vida, lo que equivale a decir nuestra forma de consumo. Todo esfuerzo por frenar los estragos ecológicos de dos siglos de progreso impulsado por motores de combustión interna estará condenado al fracaso si no hacemos un cambio radical en nuestra forma de consumir y derrochar energía.

De concretarse la adquisición de Deer Park, pues todavía falta el aval de los reguladores norteamericanos, estaremos ante una prueba vital para todo el proyecto de la 4T: de fracasar habrán demostrado que los economistas clásicos tenían razón o, más probablemente, que la corrupción es un mal reticente y que es posible exportarlo allende fronteras. Pero si la refinería tiene éxito demostrarán que el gobierno puede ser un gestor eficiente de una empresa productiva, más aún, de un recurso estratégico en suelo extranjero. Pero este caso significaría también una prolongación, con fines sociales si se quiere pero nefasta al final, de nuestra dependencia a la contaminación para crear “progreso”. En uno u otro caso, estimado lector, el futuro próximo parece negro como el petróleo.

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