Un vistazo al encierro
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Opinión

Un vistazo al encierro

 


Normalmente las mañanas tienen un aroma a canela, miel y café. A las nueve y media se sirve el desayuno mientras se escucha la radio o los ruidos provenientes de la calle. Quizá una caricia. Pero ahora habita el silencio y la soledad. Llevo nueve días aislada en mi habitación con un gato y una caja de libros. Me diagnosticaron covid y con ello vino un desasosiego asfixiante. Me resistí al primer síntoma: tos. Me resistí al segundo malestar: fiebre. En cama, sintiendo el peso de mis párpados, de mi carne, dormí en profunda negación. No quería creerlo. Lo primero que apareció en mi mente fue mi familia y la terrible amenaza de un inminente contagio. Mi madre siempre ahí: “Eres fuerte, demuéstraselo”, la escuché decirme. Pero la verdad fue que no, y tras cuatro días de fiebre, jaquecas, dolor infernal de huesos, fui presa del pánico y de la tristeza. Lo que menos quería era llevar la enfermedad a mi hogar. ¿Dónde y cómo me había contagiado?

Vine estas vacaciones a visitar a mi familia. En casa somos pocos integrantes y las fiestas ocurrieron tranquilamente. Nunca salí sin protección y mantuve siempre la buena distancia. No fue suficiente. Hubo un error, algo que no recuerdo. Quizá en un impulso me acerqué demasiado. Ya no importa. El resultado es que ahora estoy aquí, con pérdida de olfato, intentando mantener la calma. Mi madre enfermó. ¿Cómo detener esto? Al principio la negación, luego el debilitamiento y después la ansiedad. La escucho toser. Todos tosen en esta casa. Maldición. Es como si la pérdida de dos sentidos agudizara el oído. ¿No nos hemos vuelto todos susceptibles al ruido de una tos?

Hojeo algunas páginas de libros: Onetti, Steinbeck, Kertész, Proust. Personajes deprimentes, ambientes apesadumbrados. Los dejo. En las noticias sólo se habla de muerte, violencia, desesperanza. Quizá no sea tan mala idea estar encerrada. “Estoy a salvo y en casa”, me digo. Suena mi teléfono. Es él, es ella, son ellos. El amor de familia y la amistad son lo que nos salva de esta caída que parece eterna. Recuerdo una breve carta de Séneca a su buen amigo Lucilio sobre la amistad. Es en ella donde florecen nuestras virtudes, en donde buscamos perfeccionarnos: “¿Por qué me hice un amigo? Para tener alguien por quien morir, a quien acompañar al destierro y defender de la muerte a expensas de mi propia vida”. “Hecatón dice: Te revelaré un secreto que hará que te amen sin hierbas ni sortilegios: ama si quieres que te amen”. 

En una correspondencia insólita, los escritores J.M. Coetzee y Paul Auster dialogan sobre la amistad, ¿cómo surgen y por qué duran las amistades?, se interroga Coetzee. “Las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental que relaciona a dos personas durante un prolongado periodo de tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración lo ennoblece…” le responde el norteamericano Paul Auster. Me detengo en esta línea. Abro la ventana. El viento entra y me eriza la piel. Recuerdo una infancia muy desértica y una juventud llena de fracasos amorosos. Ante el temor de ser rechazada nuevamente me puse una armadura. Pero sin saberlo ellos, mis amigos, fueron desterrando esa frialdad y en su bellísima bondad, generosidad, nació algo infranqueable. Si algo bueno ha traído a mi vida esta enfermedad ha sido rectificar que en mi camino estoy acompañada de seres de luz que me han iluminado en esta obscuridad. 

Mi respiración es cansada. Pongo un poco de música para continuar escribiendo, pero me doblego con facilidad. Mi gato maúlla. Es tiempo de volver a la cama. Bebo un vaso de agua y trago una pastilla. El cielo resplandece allá afuera. Quedan todavía muchas horas de encierro. Ya hablaremos pronto de educación y literatura. Ahora sólo eché un vistazo a la vida, sin la cual no habría educación ni literatura. 

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