Una reflexión final
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Opinión

Una reflexión final

 


Dicta la costumbre que estas fechas sirvan para hacer la más concienzuda reflexión posible sobre los 365 días que han transcurrido desde que, después de haber hecho la reflexión correspondiente al año anterior, comenzamos un nuevo ciclo de planes, promesas, compromisos, proyectos, etc. Personalmente no soy afecto a este tipo de revoluciones – revolución refiere en astronomía al movimiento de los astros que completan un ciclo en su trayectoria alrededor de otro cuerpo celeste– que, supuestamente, año con año renuevan el espíritu. Por una parte, un año me parece demasiado breve para una transformación profunda de nuestra persona. Por la otra, una vejez prematura me ha hecho desaprensivo con los planes demasiado rígidos que, como hemos aprendido este año, pueden estropearse por culpa de un organismo microscópico. Sin quererlo, he aquí una primera reflexión para este 2020: es mejor no planear tanto y aprender a adaptarnos a las circunstancias.

Pero no es de mi madurez personal, o de la falta de ésta, de lo que quisiera saturar estas líneas, sino de algo más propio para un espacio que debería invitar a la reflexión compartida. Así pues, volteo la mirada para contemplar los días que se han consumido en medio de la incertidumbre y la desgracia buscando un asidero para una reflexión optimista, un último pensamiento que nos haga sentir que no fue un año perdido. Busco la lección que nos permita concluir que, a pesar de todo, aprendimos algo como sociedad. No encuentro más que ruido y sordera.

Pareciera que el tiempo no ha pasado desde aquellos días de marzo en los que comenzaron a prender las alarmas por la llegada del virus a nuestro país. Desde entonces comenzó una tragicomedia que con distintos grados se ha mantenido idéntica en su patetismo: noticias falsas, ignorancia extendida, ausencia de toda autoridad moral para llamar a la acción colectiva, las acusaciones dirigidas en todas direcciones y las correspondientes declaraciones de inocencia, etc. Lo que parecía una oportunidad para romper con las dinámicas perversas de la polarización y la desconfianza que desde hace décadas imperan en la sociedad mexicana ha demostrado ser un nuevo motivo para una ulterior radicalización del odio y la incapacidad para construir un proyecto unificado de país. Lo que nos queda al finalizar el año es una pila de fragmentos: sectarismos políticos y malogrados destellos de conciencia de clase que se aferran a la descalificación mutua y una inverosímil creencia en la infalibilidad de los prejuicios propios. “Quien no está conmigo está contra mí”, parece ser el slogan del año que, gracias a Dios, se evapora. Segunda reflexión: hace falta más que un virus para unirnos como nación.

El último episodio de este teatro de la incomprensión se dio con motivo de la vacuna contra el Covid-19, una luz de esperanza que tardó menos en llegar a México de lo que tardaron, tanto desde el confundido gobierno como desde su endeble oposición, en convertirlo en un asunto político, mejor dicho, en un circo de politiquerías y mercanchifles. La posibilidad de concretar una alianza entre el sector privado y el gobierno –que no equivale a la privatización de su venta– para agilizar la distribución de la vacuna, guiados por el más férreo compromiso con la justicia distributiva, ha quedado enterrada bajo las descalificaciones mutuas que, por un lado, acusan al protagonismo del ejecutivo federal y, por el otro, desconfían de los conocidos intereses voraces de las farmacéuticas. Por lo demás, por experiencia sabemos que una enfermedad no se erradica en días sino en años y a veces hasta décadas. Tercera reflexión: la paciencia será una virtud valiosa en los meses venideros.

No es pues sorprendente que en medio de tanta incertidumbre miles de mexicanos opten por ser fi eles a la única institución que dota de sentido sus existencias individuales: la familia. Como sociedad hemos fallado al momento de acatar las normas mínimas que nos permitirían sobrevivir a la tormenta. En cambio, más modesta pero más sincera, la familia se reúne en estas fechas, no sin una dosis de miedo y con ausencias, pero estoica en su reducto como último bastión de algo a lo que podamos llamar interés común. Cuarta reflexión: bienaventurados los que contamos con una familia en los momentos de crisis.

Pero éstas no son más que las reflexiones de una mente pesimista que sabe, sin embargo, que un año es un periodo muy breve para operar una revolución no en el sentido de los astros sino de un cambio radical en la estructura social. Por eso parece más acertado hablar de evolución, palabra en la que se conjugan la inmensidad del tiempo y la sabiduría de un plan divino. O al menos esa es mi concepción de una evolución que me permite, a pesar de todo el fatalismo que dejó el 2020, mantener la esperanza en que vendrán días mejores. Última reflexión: ésta, estimado lector, le toca a usted. Feliz año nuevo. ([email protected])