Informes y deformes
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Informes y deformes

 


El miércoles 1º de septiembre de 1976, Luis Echeverría presentaba su último informe de gobierno. En la víspera, 31 de agosto, su secretario de Hacienda, Mario Ramón Beteta, anunciaba la devaluación del peso mexicano luego de 22 años y 4 meses de estabilidad cambiaria. Nuestra moneda se devaluaba en 52 por ciento y el perfil de la economía mexicana daba un giro negativo del que tardaría más de 20 años en recobrar parcialmente.
A pesar de ello, el mensaje de Echeverría fue un derroche de triunfalismo y exaltaciones a su régimen; justificaciones, responsabilidades al sector privado y una verborrea populista que había empezado desde su destape en 1969 y durante su larga campaña electoral de 1970. Los medios estaban saturados de discursos y declaraciones presidenciales. Nos asomábamos al populismo y no había manera de ser excluidos de la debacle que se completaba con su sucesor y amigo, José López Portillo.
El miércoles 1º de septiembre de 1982, López Portillo representaba una memorable tragicomedia: simuló llorar y pidió perdón a los pobres por no haberlos sacado de su postración. Más que eso, decretó la “nacionalización” de la banca, a la cual responsabilizó de saqueo al país y prometió: “no nos volverán a saquear”. El año anterior, había declarado que “defendería al peso como perro” y le echaba la culpa de su ineficiencia a los especuladores y una cauda de enemigos fantasiosos. El frívolo López Portillo dañó a la economía nacional y dejó al país en una brutal crisis de deuda externa. Agregó “me quedé sin fichas”, como si el cargo de presidente fuera el de un tahúr; nos habíamos quedado sin dólares y la reserva del Banco de México estaba agotada. Ese día decretó el control de cambios
Hoy, 43 y 37 años después de esos tristemente célebres informes, el pueblo de México escuchará el mensaje presidencial con motivo del primer informe de esta administración (el texto oficial se entregará por escrito).
La mayor parte de la población que espera y escuchará el mensaje, anticipa el contenido del mismo, porque el titular del Ejecutivo reitera cada mañana, desde Palacio Nacional, lo que ha proclamado no sólo desde su campaña en 2018, sino desde su primer intento de ascender a la presidencia en 2006. La lucha contra la corrupción, los pobres primero, sus adversarios fifís, conservadores y otros adjetivos (eso sí, “con todo respeto”); prensa y medios que no se portan bien; el desarrollo por encima del crecimiento; la autoproclamación de honestidad y austeridad personal; la culpa de los gobiernos anteriores; el desastre que nos dejaron; lecciones de historia oficializada; parábolas y versículos bíblicos; la moral; los jóvenes aprendices forjando un maravilloso futuro y muchas otras expresiones que han cautivado a una mayoría que le concede más del 60 por ciento de popularidad. No se descarta algún sorpresivo “manotazo”: Santa Lucía.
Pero el fondo político es más duro que las cotidianas expresiones verbales. La economía en 2019 no ha crecido, va en involución; la criminalidad, por el contrario, va en aumento, ya superan los asesinatos cualquier período igual precedente; los servicios e insumos de salud en franco deterioro; el dólar ya cuesta más de 20 pesos; la Guardia Nacional es un espectro ocupado en controlar migrantes en la frontera sur, problema generado por el régimen; en Baja California se hace un ensayo de permanencia en el poder; se remueven funcionarios que dicen la verdad; se critican y atacan instituciones sólidas por el sólo hecho de haberse fundado en sexenios anteriores; se crean leyes confiscatorias y trascendentes afectando herencias y sucesiones; no hay estímulos a la inversión; el “pueblo bueno” humilla a soldados y los despoja de su armamento; y así.
Si el régimen quiere realizar una transformación, debe hacer un acto de reflexión y otro de contrición. Impulsar proyectos improductivos y programas sociales regresivos merece retractación. Generar diferencias maniqueas es dividir y conducir al desastre. Deseamos un gobierno que no agreda; que unifique, que nos haga prosperar.