Pirámides de Egipto, ¿a consulta?
Oaxaca
La Capital Los Municipios
El Imparcial del Istmo El Imparcial de la Costa El Imparcial de la Cuenca
Nacional Internacional Súper Deportivo Especiales Economía Estilo Arte y Cultura En Escena Salud Ecología Ciencia Tecnología Viral Policiaca Opinión

Opinión

Hoja por hoja

Pirámides de Egipto, ¿a consulta?

 


Según la ocurrencia del director de cine Cecil B. de Mille (1881-1959), fueron los israelitas durante su esclavitud en Egipto, quienes construyeron las pirámides de Guiza (Los diez mandamientos, Paramount Pictures, 1956). En esa famosa cinta, un Moisés agringado (o un gringo disfrazado de egipcio) dirigía las faraónicas obras cual genial “maistro”). En la trama hollywoodesca Charlton Heston (“Moi” el “Mai”) disputaba con YulBryner (“Pelochas” Ramsés), no sólo el poder del Valle del Nilo, sino el amor de Nefertiti (la bellísima Anne Baxter), extraída no sólo del Neues Museum de Berlín, sino de una mente imaginaria con un guion a modo.
En el antiguo Egipto no privaba la democracia, tal vez por eso no hubo consulta popular y opinar cual era el mejor sitio para la erección de las pirámides de Keops, Kefrén y Micerino, maravillas del mundo antiguo (luego apareció la UNESCO y las anotó en la Lista del Patrimonio Mundial, vulgo “patrimonio cultural de la humanidad”).
Donald Trump odia a China y le impone aranceles al envidiar la penetración comercial de productos chinos. Pero lo que más les envidia es su Gran Muralla y quisiera construir una igual para contener la migración mexicana y centroamericana. La Gran Muralla tenía originalmente 21,200 kilómetros de largo y fue construida pacientemente a lo largo de casi 20 siglos. Las dinastías chinas ¡Qué carambas! no hicieron consulta popular, sencillamente impusieron su ley, tampoco pensaron en dos ubicaciones geográficas para esa construcción que, dicen los cosmonautas y astronautas, se ve desde las naves en órbita espacial.
Regresando al gran B. de Mille y su lectura del libro del Éxodo (segundo del Pentateuco, de la Torah y para simplificar, de la Biblia), los emigrantes israelitas de las Doce Tribus (eran 600 mil sin contar mujeres y niños según la crónica mosaica), el Mar Rojo se abrió automáticamente, como puertas de ascensor, para dar paso a tan numeroso contingente, humano y animal, porque llevaban corderos para sacrificar y a sus chivos, bueyes (y güeyes) y gallinas, y ya sin aduanas ni agentes migratorios, llegaron a la ribera oriental para toparse con la península del Sinaí y divagar en ella por 40 años antes de llegar a la Tierra Prometida.
Bueno, pues sucede que a los amigos hondureños (seguramente vieron la cinta del señor de Mille), se les ocurrió constituirse en israelitas (sin haber construido pirámides) y escenificar un éxodo acarreando de paso a uno que otro “mara salvatrucha” y a algunos “chapines”, con el fin de llegar a la “Tierra Prometida” (Gringolandia). Pero los “catrachos” no tenían la dificultad de cruzar el Mar Rojo, sino sólo la mexicana frontera en Chiapas, cosa que hicieron rompiendo las barreras humanas de una embobada Policía Federal y su Gendarmería, para entrar, como Pedro por su casa, a tierras chiapanecas, alentados por un peculiar gobernador interino de sí mismo (antes constitucional y con licencia del senado), pero eso sí, morenista hoy de hueso colorado.
El cruce fronterizo no fue obra de la casualidad: fue obra de otra ocurrencia de quien les ofreció visas de trabajo y empleo (como si aquí hubiera tantas plazas que ni los mexicanos tenemos al alcance). Por supuesto que las malas lenguas dicen que se le ha hecho el trabajo sucio a Trump: al permitirles la entrada a México y ofrecerles estancia permanente y a perpetuidad, así los caminantes no llegarán a la “Great America Again”, porque a don Donald no le ha dado tiempo de construir su muro, pero ya tiene un aliado incondicional al sur del Río Bravo
Nada de eso es broma. Es la realidad cruda. Un aeropuerto en construcción sometido a consulta del “pueblo sabio” (y adulado). Un tren dinástico “a fortiori”; una descentralización de burócratas por dedazo (o por dedito), son acontecimientos que laceran a la democracia y agravian a una nación, de la cual 30 millones de ingenuos dieron un voto por la equivocación. Como en el cine: FIN.