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Hasta brillan los colores del tablero, azul el contorno y naranja el logo del torneo: Ayutla 2014. Pueblo mixe dentro de la sierra norte de Oaxaca, Ayutla es un lugar donde, además de abundar etimológicamente las tortugas, existe esa arraigada afición al baloncesto tan extendida entre los pueblos indígenas de altura.
“Baloncesto”, “básquetbol” o “basketball”, no importa cómo se diga, ni mucho menos cómo se escriba, viene a ser lo mismo: la vida que se disputa en una cancha por medio de botes de pelota, pases, movimientos defensivos y tiros a canasta. Y como sucede siempre en la vida, a veces se gana y a veces se pierde. Pero no importa demasiado ese vaivén constante entre la victoria y la derrota, entre la taqui y la bradicardia porque, al final de cuentas, lo que cuenta es la congregación de todo el gentío, alrededor de uno, a la hora del partido.
La comunidad entera se apiña en las gradas: los chiquillos que todavía cursan la primaria, los jóvenes que nunca se fueron y también los que regresaron con gorras,sudaderas y buscapiés de California; la señora de huipil bordado y pollera negra; los hombres de alas en los sombreros; las veinteañeras que abrazan a sus hijos como los años por venir, y los hombres, parados en primera línea, al acecho de los puntos, con los brazos cruzados o las manos dentro de los bolsillos.
Todos ellos conforman el público de un torneo que tuvo pues lugar en ese año 2014, el mismo en que 43 estudiantes indígenas de la Normal de Ayotzinapa serían desaparecidos por el Estado. Hace poco leí que la primera concentración del dolor de sus deudos fue precisamente en la cancha de básquet de su escuela. A ellos, sí les cambiaron la jugada y les robaron la partida.