El 1 de junio de 2025 pasará a la historia no como una celebración democrática, sino como la consolidación del control político sobre la justicia en México. Ese día, en nombre del pueblo, se eligieron jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte, no por su independencia ni por su experiencia judicial, sino por su cercanía con el oficialismo.
El Ejecutivo logró lo que parecía improbable: capturar al Poder Judicial por la vía electoral, disfrazando de democracia un proceso profundamente dirigido. La ciudadanía participó, sí, aunque escasamente, pero lo hizo en una boleta previamente diseñada, con perfiles impulsados desde el poder, promovidos en medios públicos y elegidos más por su lealtad que por su capacidad. Fue una elección, pero sin opción.
“Cuando los jueces temen al poder y no lo controlan, la justicia deja de ser un derecho para convertirse en privilegio.”
Este proceso no ocurre en el vacío. Llega tras años de debilitamiento institucional: el Congreso reducido a oficialía de partes, los órganos autónomos desmantelados o capturados, y un Ejecutivo cada vez más poderoso, amparado por una mayoría legislativa. Ahora, con la elección de los nuevos integrantes del Poder Judicial, México deja de tener contrapesos reales.
La elección del 1 de junio no es un simple cambio de método. Es un punto de quiebre. La autonomía judicial -principio esencial de toda democracia- ha sido sacrificada en aras de una supuesta representación popular. Pero una justicia que responde al poder no defiende a nadie más que a quien lo detenta.
“La democracia no muere con un golpe, sino con aplausos: cuando todo el poder lo tiene quien promete salvarnos de todo.”
Lo que vimos fue un proceso cuidadosamente controlado. Candidaturas sin trayectoria judicial, sin independencia probada y con vínculos evidentes con el oficialismo dominaron las papeletas. La supuesta renovación del sistema judicial no fue más que una puesta en escena. Y el resultado ha sido la formación de un nuevo Poder Judicial subordinado desde su origen.
Este no es solo un problema institucional, es también una alerta política. La justicia pierde su sentido cuando se convierte en instrumento de un proyecto de poder. Y el ciudadano queda indefenso. Porque si el Legislativo aprueba todo lo que le ordenan, y el Judicial obedece sin cuestionar, ¿quién nos queda para protegernos del abuso del poder?
“Sin división de poderes, no hay democracia, solo administración del miedo.”
Por eso, la pregunta es inevitable: ¿y ahora quién podrá defendernos? Ya no hay Chapulín Colorado que aparezca a tiempo. No habrá salvador con antenitas de vinil. La defensa de la democracia ahora está en otras manos: en una ciudadanía crítica, en la prensa libre, en los colegios y universidades, en las organizaciones civiles que aún creen en la legalidad y en la justicia verdadera.
“Hoy no necesitamos un Chapulín Colorado, sino instituciones sólidas que nos defiendan incluso de nuestros gobernantes.”
El nuevo Poder Judicial nace debilitado, condicionado, cooptado. Y quienes se entusiasman con esta “reforma” deberían recordar que los gobiernos no son eternos, pero los retrocesos institucionales sí pueden serlo. Sin árbitros independientes, sin contrapesos, lo que viene es una regresión autoritaria vestida de legitimidad.
Hoy, la pregunta no es menor: ¿Quién protegerá el principio de imparcialidad y dignidad de los tribunales?, ¿quién defenderá al ciudadano frente a los caprichos de los gobernantes?, ¿con qué criterios se resolverán controversias que afecten a mayorías o al poder?, ¿cómo resolverán temas impopulares?, ¿puede haber jueces de “izquierda” o de “derecha”?, ¿tendrán independencia quienes juran defender la justicia? La respuesta, aún difusa, descansa en la voluntad colectiva de no olvidar que la democracia no acaba con el voto, sino se sostiene en la vigilancia constante de aquellos que con toga o sin ella, deben responder a la ley y no a un partido. Porque si nadie los vigila, ¿Quién podrá defendernos mañana?
Hoy más que nunca, el deber ciudadano es no ceder al cinismo ni al miedo. La democracia no se defiende sola. Se defiende con la palabra, con la memoria y con la exigencia constante de que el poder -cualquiera que sea- rinda cuentas ante la ley y ante el pueblo, no al revés.
La República se fundamenta en la división de poderes, la Democracia en el sufragio efectivo y el Estado de Derecho en el respeto irrestricto a la Ley.
@aguilargvictorm