Recién terminé la lectura del opus magnum de Jeremy Popkin “El nacimiento de un mundo nuevo. Historia de la Revolución Francesa”.
Producto de medio siglo de investigar, estudiar y enseñar la historia dela revolución francesa, el libro del profesor de historia de la Universidad de Kentucky ofrece un panorama detallado de la historia francesa desde los años previos a 1789 hasta la caída de Napoleón.
La de la revolución francesa es una historia que se ha repetido en varias épocas y lugares del mundo. Es un ejemplo extraordinario de que la historia es cíclica, pendular.
Pero también revela detalles que la hacen única y -hasta donde se alcanza a ver hoy- irrepetible.
Uno de esos detalles que fue su ingrediente principal es el altísimo nivel de involucramiento de todos los estratos de su sociedad no solo en el conocimiento sino en la discusión de los asuntos públicos.
En una época aún feudal en que la esclavitud, la servidumbre, el absolutismo y el poder temporal del clero eran incontestables sería difícil imaginar que algo grande sacudiera los simientes mismos de la sociedad.
Las ideas lo hicieron posible.
La francesa fue el ejemplo de la revolución que inicia con el lenguaje.
La enciclopedia, los textos de Voltaire, Rousseau, Montesquieu y varios otros; y los discursos encendidos de Mirabeau, Danton, Marat entre otros no solo influyeron, sino determinaron a miles de hombres y algunas mujeres a tomar las armas en más de una ocasión.
Hoy las ideas han dejado de tener peso y la retórica, que antes era el arte de la persuasión, ha devenido en un vocablo para referirse al discurso hueco y a la demagogia.
Lo dije en mi entrega pasada: hemos devenido además en sociedades egoístas que hemos perdido la dimensión de interés común sepultado por el interés personal.
Por eso dejamos la decisión y la responsabilidad de lo que se hace en la clase política, aunque cada vez creamos menos en ella.
Solo las clases medias ilustradas se involucran y opina; exhiben y exigen; demandan y proponen. Aunque la mayoría de las veces sin éxito.
Incluso de la discusión pública se han desterrado los argumentos y somos testigos, desde las altas tribunas, de que su lugar lo han tomado las diatribas y los ataques personales.
Somos la sociedad de la falacia ad hominem. Atacamos siempre al mensajero, casi nunca al mensaje.
Bajo la lógica pendular de la historia, en algún momento esto tendrá que cambiar y las masas estarán llamadas a debatir con intensidad los grandes temas nacionales para exigir de los gobiernos lo que racionalmente son sus obligaciones.
En tanto esto no pase y para no hacer imposible la existencia tendremos que aprender a jugar con las reglas que nos sean impuestas esperando los mejores resultados posibles.
Hoy vivimos en un régimen que puede hacer lo que mejor considera para gobernar eficazmente.
Y es así porque lo verdaderamente nefasto y criminal es el papel de la “oposición” que ya no existe ni en sus cúpulas. Son un cero a la izquierda que mejor haría en desaparecer o cambiar inmediatamente de interlocutores.
Es una oposición sin dignidad, sin calidad moral y -por si fuera poco- sin talento que nada ayuda y mucho estorba. Y nos cuesta una millonada que solo ven sus dirigentes y sus cómplices en los parlamentos.
No queda más que seguir haciendo cultura política desde abajo, construir ciudadanía desde las aulas y los medios de comunicación, despertar conciencias de grano en grano hasta que pase algo grande, como sucede de cuando en cuando en México.
*Magistrado Presidente de la Sala Constitucional del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca.