Jerusalén en diciembre (I)
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Jerusalén en diciembre (I)

 


Los libros históricos y los proféticos del Antiguo Testamento señalan y recuerdan constantemente al pueblo de Israel la ira de Yahvé o Jehová por el desacato a sus estrictas leyes. Los castigos a la desobediencia y a la disipación en mucho son los cautiverios del pueblo elegido, ora en Egipto, ora en Babilonia, ora a manos de los helenos, ora a manos de los romanos. Pero de Egipto salieron conducidos por Moisés en el éxodo y regresaron al territorio que reclamaban como suyo: la tierra de Canaán, en donde expulsaron con violencia a los cananeos, destruyendo todo a su paso, despedazando a hombres, mujeres, niños, animales y todo ser viviente. Si de un holocausto y exterminio se debe hablar, debemos comenzar por Josué, el heredero de Moisés y sus tropas desde la destrucción de Jericó.

Lucharon durante siglos contra los filisteos y el sino de Israel fue ser destruida su capital Jerusalén y expulsados en la diáspora bajo el dominio de Roma. Veinte siglos de ausencia no minaron el espíritu de regreso y reconquista. Era 1948 y ahí seguían los filisteos devenidos en palestinos. Decisiones de los poderosos como Inglaterra (que no todo el Reino Unido) y las Naciones Unidas, facilitaron la creación del nuevo Estado de Israel y desde entonces, como en la lejana antigüedad bíblica, la lucha continuó y tuvieron guerras que parece que nunca culminarán. En medio, millares de familias en asentamientos regulares e irregulares padecen las consecuencias de una decisión aún cuestionada.

Tel Aviv fue la primera capital del nuevo Israel, aunque ya oficialmente para su gobierno lo es Jerusalén, la ciudad sagrada convertida nuevamente en fruto de la discordia local y mundial. Los pueblos “del libro” (los monoteísmos judío, cristiano y musulmán) reclaman la pertenencia espiritual de ese símbolo que en el libro de Revelación (o Apocalipsis) San Juan describe una Nueva Jerusalén la celestial, la conformada por los fieles de todo el mundo que se adhieran al nuevo culto surgido justamente en ese sitio que en este momento vuelve a ser motivo de disputa: Donald Trump reconoce a Jerusalén como capital de Israel, en contra de lo que opinan palestinos y árabes, desatando un amargo conflicto que amenaza nuevamente la paz no sólo en el Medio Oriente, sino en buena parte del mundo, porque a ello no son ajenos rusos, europeos o chinos. La parte oriental del Mediterráneo es zona de riqueza petrolera y punto neurálgico, sensible y delicado por las viejas disputas territoriales que la geopolítica dicta irremediablemente.

El cristianismo, a su surgimiento, era sólo una secta judía que no adoraba como la ley mosaica lo imponía. Tampoco reservaba la salvación sólo al pueblo elegido; por el contrario, su tarea era evangelizar y llevar la Palabra a todo ser viviente y formar un nuevo Israel universal, e ir construyendo el Cuerpo Místico de Cristo, su redentor y profeta rechazado por el fariseísmo y ejecutado por Roma que al lavarse las manos Pilato, se deslindaba de las disputas religiosas de un pueblo irredento y rebelde a cualquier autoridad no considerada en la Torah.

Pero Roma también rechazaba y persiguió brutalmente al cristianismo, con millares de mártires y víctimas que, en vez de ablandar la nueva fe, la hizo sólida como roca. El pecado de los cristianos era el no someterse a las deidades romanas (aunque en tierra de césares era permitido tener cualesquiera dioses, siempre que se adorara también a la dinastía divina de Júpiter).

El islam, surgido siglos después, monoteísta como el judaísmo y el cristianismo, ha avanzado implacablemente en Oriente Medio y en todo el mundo árabe hasta los confines de La India y Pakistán, extendiéndose ya en Europa y América no por predicación solamente, sino por la fuerza de la sangre y el terrorismo sectario. En suelo islámico no se permite la práctica de ninguna otra creencia religiosa, mucho menos construir templos. Occidente, en cambio, es más permisivo por la alta tolerancia que subyace en el sustrato cristiano. Continuará.