Moral, civismo, política; la caída
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Moral, civismo, política; la caída

 


Llegando a los límites de la degradación moral, la política en México es un ente en decadencia. Se quiere justificar por número de votos la legitimidad de un régimen, pero eso no es ni será garantía de que la elección haya sido un acierto. La democracia en tiempos de merma intelectual, cultural, académica y científica, no dejará de ser un juguete en manos torpes y malintencionadas que atinan a cómo desarmar el artefacto, pero al intentar restaurarlo, sólo se alcanza a terminar de destruirlo. Lo peor es que se desarma el aparato y ni siquiera existe el intento de repáralo. Por el contrario, se usan sus partes como armas para la agresión y la infamia.

La prédica moral es impropia de los políticos, casi por definición y por convención–no sólo en México—los políticos son seres proclives a la corrupción, al engaño, al doble lenguaje, a tergiversar hechos, a hablar con sofismas y, por supuesto, a inventar datos que no aparecen ni en sus chisteras. Si en la política participaran mentes claras y honestas, bastaría con que se ajustaran los protagonistas al orden legal, a las instituciones jurídicas existentes. Interpretar que hay un abismo de diferencias entre la ley y la justicia, es un burdo argumento para decidir Y hacer la suprema voluntad del hombre o mujer al mando.

En un régimen democrático, la ley es justamente la representación de la justicia. Y la justicia no es ciega, tiene vendados los ojos, cubiertos con un velo que es removido a voluntad en los sistemas antidemocráticos y en las dictaduras. Un régimen republicano, fundado en la constitución y en las leyes (que de ella emanan), no necesita recurrir a subterfugios de la fe, o utilizar al Viejo o al Nuevo Testamento para explicar conductas indebidas, sancionadas por el orden jurídico o simplemente por la valoración que la sociedad atribuye a sus gobernantes. En efecto, el individuo puede valerse de usar argumentos morales, así como valerse de recurrir a las leyes: el orden familiar y social es fuente de principios; la vida cívica nutre y se nutre de las leyes que dan forma a las sociedades. Pero a los políticos les está vedado utilizar y manipular la ley y la moral: la Biblia no es el órgano legal supletorio de las carencias legales. La Biblia no debe usarse para justificar la impiedad que subyace en las decisiones equívocas de un gobierno. El gobierno no es por sí mismo el Estado, sólo es parte de éste. La errática conducción de la cosa pública, deteriora a la soberanía del Estado, interfiere en la acción de otros poderes para terminar despedazando el orden legal y de justicia.

El número abrumador de votos condujo al error. En México nos hemos topado con eso: la mayoría se ha impuesto en el poder ejecutivo, pero esa mayoría también se impuso en el poder legislativo sólo para favorecer la voluntad de una persona. En México no supimos crear un contrapeso que permitiera balancear el poder, que pudiera impedir excesos y atropellos.

Tenemos un gobierno de adjetivos, de insultos, de ofensas, de descalificaciones. El prejuicio campea en la política gubernamental. En una democracia siempre se espera que el mando sea equitativo, parejo. Que la persona en poder gobierne para todo el conglomerado y no se pase la vida dividiendo a población. Tanto se recurre a pasajes bíblicos y la eclesiología, que se debe advertir a quien las utiliza, que el maniqueísmo fue declarado herejía por esa confrontación inventada de buenos y malos por naturaleza, que no pueden cambiar. Se sueña en un entorno decimonónico de “conservadores” y “liberales” como si hubiera sido la etapa ideal de México, cuando fue un punto nodal de declive y de división. Se ha comprado la teoría calvinista de los predestinados, los buenos lo son de nacimiento y los malos también, sin dar posibilidad a éstos de salvación.

Si Jesús depositó en San Pedro las llaves del reino, le autorizó atar y desatar en la tierra. Estamos siendo testigos de que alguien en el poder de México, supone que esa potestad, perdonar o condenar, también le fue dada por gracia divina: nada más falso.