Un recuerdo de René
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Opinión

De Buzón a Buzón

Un recuerdo de René

 


Con el tiempo las cosas rutinarias se van olvidando, se van borrando de la mente de tal manera, que aunque nos las recuerden permanecen entre los sucesos que no dejaron la menor huella, por más detalles que se nos den. Como René y yo tuvimos una relación y trato muy estrechos, de hermandad de sangre y de arte me decía él, muchas veces me hablaba de amigos de la infancia, de pasajes vividos juntos, pero que no lograba yo recordarlos. A veces, ante su insistencia y mi temor de estar perdiendo la memoria, que no lo consideraba como un hecho natural, le daba la razón, pero me dejaba sobresaltado.

Ante su muerte, para no aceptarla y tenerlo presente, comencé a hojear y leer algunas páginas de sus pequeños libros, y en uno, Narciso o el poder de la música, me encontré con que a manera de prólogo figura una carta dirigida a mí, fechada el 22 de enero de 1991. La coedición de la Casa de la Cultura Oaxaqueña y el Espacio Cultural Casa de Adobe, que él dirigió, tiene fecha de abril del mismo año. Dos párrafos de esa carta me han hecho recordar, ahora sí, dos de los lugares, o más bien objetos, relacionados con los sucesos y vivencias que fui reconstruyendo y utilizando como fuentes de mis cuentos y novelas. El primero dice:

“En el sueño de mi infancia, súbitamente desperté (tendría entonces ocho años de edad). Estabas en la sala, sentado frente a la mesa grandota, sobria, antigua, toda cubierta de libros y legajos. Escribías, ahora lo sé, El problema de ser joven. Ah, pero también escuché -fantástico descubrimiento- una música nada común, era el Bolero de Ravel”.

En aquella mesa grandota estaban apiladas mis primeras cuartillas, los primeros artículos que publiqué en los diarios oaxaqueños, durante el segundo lustro de los años 50. La sala de que habla era la habitación o cuarto más grande de la casa, y tan pronto como mis hermanos mayores se casaron y se fueron a vivir a otros lugares, la utilicé como estudio. En esa mesa -de la que nunca supe su origen ni su fin- había también muchos libros y diccionarios de consulta, suplementos culturales de diarios y revistas, recortes de periódicos con artículos o reportajes de mi mayor interés, que aún conservo pero que casi ya no puedo leer porque, con los de los años siguientes, han formado un cerro de papeles viejos, amarillentos, deshaciéndose algunos al tocarlos.

De todo ese papelerío, de mis artículos rechazados y de observaciones diarias en los medios estudiantiles, fui armando mi primer libro. René entonces era muy pequeño, porque yo salí de Oaxaca para radicar en la capital del país en enero de 1958 y él nació el 29 de mayo de 1952. Por él lloré mi ausencia, pero no pude evitarla. Era un niño muy despierto, muy inteligente, muy vivo decíamos entonces. Y lo prueban sus frutos tempranos en pintura, escultura y literatura, que luego descuidó un poco para consagrarse a la lectura apasionada de todos los clásicos, de todas las materias, con los que casi al memorizarlos inició una forma de vida diferente, que él llamó su hedonismo.

En 1955 un grupo de preparatorianos formamos el Ateneo de la Juventud Oaxaqueña Vida y Cultura, y entre nuestras actividades figuraba un programa de radio, transmitido todos los sábados por la única radiodifusora existente en ese tiempo, la XEAX. Su rúbrica fue el Bolero de Ravel, que se me hizo costumbre oír por las noches, y mucho impresionó a René, por eso lo cita en esa carta.

El corredor y el patio de la casa estuvieron siempre llenos de macetas con las más raras y abundantes flores y plantas medicinales, que eran utilizadas para curar nuestras enfermedades comunes. Siempre fueron efectivas, por lo que muy poco dimos fe de los médicos. En las temporadas de lluvia, sobre todo, y en algunas épocas del año, florecía todo tanto, que daba el aspecto de un jardín. Yo las trasplanté a una vecindad de la ciudad de México en mi novela El Avispero, y para René fueron motivo de inspiración y marco para sus libros.

Cuando tuve que ausentarme, muy a mi pesar, repito, volvíamos a nuestras jornadas de trabajo nocturno durante mis vacaciones, pero él ya incorporado a sus quehaceres artísticos. Luego vino otra separación, anímica y material, más dolorosa aún por necesaria, pero ya no hubo tiempo de enmendarla, como hubiéramos querido. En noviembre del año dos mil falleció, y entonces pensé que entre sus lecturas habría recogido y conservado aquella expresión de Jean Jacques Rousseau, que en un prólogo a sus memorias escribió que al morir dormiría tranquilo el sueño de los justos, y que sólo se levantaría cuando sonaran las trompetas bíblicas llamando al juicio final. Al comparecer, él diría que no fue mejor ni peor que los demás; no más bueno ni más malo, simplemente diferente.

No sé si se lo haya propuesto, pero también René logró ser diferente a los demás. Hasta en su muerte. Como si su espíritu prevaleciera sobre la voluntad de los demás, su velorio no fue como lo describiera en sus mejores años, en sus mejores páginas literarias y periodísticas, sino como tal vez lo deseó en sus últimos días, para que cada quien lo recordara de acuerdo a su capacidad y su conciencia, para que cada quien lo juzgara como se juzgaría a sí mismo. Pero por sobre todos los juicios y prejuicios sobrevivirá su obra, bella aunque breve, y el reconocimiento de que no fue igual a los demás.

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