¿Y ahora quién podrá defendernos?
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Opinión

¿Y ahora quién podrá defendernos?

 


De acuerdo a la teoría administrativa, la administración pública, parte ejecutora del gobierno y del Estado, tiene tres funciones fundamentales: mantener el orden público, conducir el desarrollo económico y social, y satisfacer necesidades de la población. La primera es justamente la que sostiene el pacto social que da existencia al Estado, máxima organización política que centraliza el ámbito de las relaciones políticas en un territorio, con un mando político dominado por una estructura burocrática que ostenta el monopolio legítimo de la coacción y coerción, es decir, de la fuerza.

Cuando un Estado soberano ha fallado en cumplir sus fines, en garantizar el acceso a servicios básicos a su población y sobre todo, la seguridad en los bienes y la vida de sus pobladores, peor aún, cuando se vuelve cómplice de quienes atentan contra sus mismos ciudadanos; entonces tenemos un “Estado fallido” o una “ausencia de Estado”. 

El fracaso de un Estado se mide con parámetros como: Corrupción política e ineficacia judicial. Un “Estado fallido” es aquel que no puede garantizar su propio funcionamiento o los servicios básicos a la población. Eso puede deberse a que ha perdido el monopolio de la fuerza, sufre un vacío de poder, legitimidad disputada o instituciones frágiles, o carece de capacidades y recursos para satisfacer las necesidades esenciales de sus ciudadanos, entre otras causas.

En la teoría política, el fin del poder político es el bien común. Por bien común entendemos el conjunto de condiciones que permiten a cada persona alcanzar sus fines. Esas condiciones incluyen garantizar el respeto a su vida, su libertad y su seguridad.

Actualmente, en un amplio territorio prevalece la delincuencia organizada sobre el Estado, son ellos quienes cobran sus “impuestos” o “derechos de piso”; así como, son quienes deciden quienes entran o salen de esos territorios, además de contar con capacidad de fuego que se iguala a la de un ejército nacional. En esos territorios el Estado no existe. Estos grupos delincuenciales controlan las actividades ilícitas más lucrativas, no solo se limitan al narcotráfico.

El factor de “extorsión” o “cobro de piso”, ha restringido muy seriamente la inversión. Cualquier negocio, sobre todo los pequeños, ya que ni siquiera los ambulantes se salvan, debe considerar en sus planes financieros y de riesgos estos costos. 

En el sexenio del Presidente Felipe Calderón se acuñó la frase “la guerra contra el crimen organizado o narcotráfico”. Aunque en estricto sentido la frase refleja una realidad, en términos políticos no fue bien recibida; sin embargo, como dice nuestro himno nacional: “…Mas si osare un extraño enemigo, Profanar con su planta tu suelo…”, ese extraño enemigo está hoy entre nosotros.

La guerra contra el crimen organizado es un conflicto armado interno en México que libra el Estado mexicano en contra de los cárteles que controlan diversas actividades ilegales, principalmente el narcotráfico y en el que participan además Grupos de Autodefensa Popular y Comunitaria conformados por civiles. El inicio oficial del conflicto fue el 11 de diciembre de 2006, cuando el gobierno federal anunció un operativo contra el crimen organizado en el estado de Michoacán, donde a lo largo de 2006 se habían contabilizado cerca de 500 asesinatos entre miembros de los cárteles del narcotráfico, hoy en día el número de muertos supera por mucho las cifras de los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Para enfrentarlos, el gobierno mexicano privilegió el uso de las fuerzas armadas (el Ejército y la Marina) Desde el inicio del conflicto se ha movilizado a la Policía Federal en compañía de los cuerpos de seguridad de cada entidad federativa y de diversos municipios. 

El Estado deberá encontrar solución a este problema de lo contrario se cuestionaría su existencia misma. La injerencia del crimen organizado en los procesos electorales ha ido en aumento, lo cual enciende las alarmas para el próximo proceso que se realizara el próximo año.

Si el Estado renuncia a su función fundamental de garantizar el orden público, de dar seguridad a los bienes y a la vida de las personas, entonces ¿quién podrá defendernos?

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