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Opinión

Nudo gordiano

 


Por Yuriria Sierra

Veinte años

Veo las imágenes, una foto, tres segundos de video, el titular de un periódico publicado a la mañana siguiente del 9-11 y la piel se me sigue enchinando. Esa mañana, ese martes de hace 20 años, en el que una explosión que sucedió a tantos miles de kilómetros de donde me encontraba, tuvo un efecto que alcanzó una onda expansiva que llegó a todo el planeta. Fue el inicio, y vaya inicio, de un siglo XXI que quiso anunciarse como el de las tantas sacudidas. No sólo se trató de la guerra, no sólo se trató de gobiernos siendo cuestionados, se trató también de entendernos como sociedad y, más aún, como humanidad.
No sólo fueron las torres del World Trade Center de Nueva York ni el Pentágono ni ese Capitolio que libró el impacto de un tercer avión gracias a la valentía de los pasajeros, según rezan las grabaciones de la caja negra que con los años han sido difundidas y como ya lo anota la historia. Fue el inicio de la deconstrucción del mundo como lo habíamos conocido, la revelación de hasta dónde son capaces los gobiernos por sostener sus intereses, sus propias narrativas. Porque el 9-11 alimentó y expuso batallas que se pensaban, si no ganadas, al menos rebasadas en el camino que las harían desaparecer. Discursos de odio y miedo. La guerra declarada, pero que nunca pudo ser sustentada; las armas biológicas que nunca fueron halladas, la guerra que no debió ser y que veinte años después se reconoce como uno de los máximos fracasos de la comunidad internacional. Un grupo terrorista desvanecido, un líder islámico asesinado años después de esos atentados de los que habría sido autor intelectual. Miles de millones de dólares gastados en armamento, equipo y misiones militares, miles de soldados caídos; más aún, miles de civiles.
Y aquí estamos, dos décadas después. Con la misma facilidad con la que en aquel entonces se alimentó el discurso de odio contra la comunidad musulmana, en estos años aparecieron líderes alrededor del mundo dispuestos a nutrir esa narrativa: un presidente capaz de culpar a la comunidad china por la aparición del SARS-CoV-2, el mismo que juzgó a todos los migrantes latinoamericanos como asesinos, drogadictos y violadores, y que motiva a sus seguidores a romper las reglas aunque su propia vida vaya de por medio. Líderes que llegan a la presidencia a partir de ahí, del discurso de odio y división.
Con esos atentados, con esa guerra que le siguió, con esos miles de muertos, fue que arrancó el siglo XXI. Dos décadas después parece que nos encontramos exactamente en el mismo lugar: frente a un terreno también desconocido, con quién sabe qué aprendizajes, eso sólo lo dirá, como siempre, el tiempo. Quiénes recordamos lo que sucedió aquella mañana del martes 11 de septiembre de 2001, hemos sido testigos en estos años de cómo se ha tambaleado la construcción institucional sobre la que se han sostenido tantos gobiernos y que han mostrado una fragilidad que los hace capaces de todo para mantenerla sólida. Veinte años después, quién sabe si lo ha conseguido, lo que hemos visto en estos meses de pandemia desde luego que resulta desalentador como un conjunto, pero esperanzador cuando reconocemos lo que como individuos somos capaces de aportar. Ésa es tal vez la enseñanza más a la mano que nos dejan episodios como el que recordamos de hace veinte años.
En dos décadas, ojalá que la pandemia por covid-19 sea también sólo un episodio de la historia que nos lleve a un mejor camino.