Cuento corto
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Opinión

Cuento corto

 


Que nadie diga que un pobre sastre no puede prosperar, llegar lejos y alcanzar honores muy merecidos. Por nervioso que sea, un modesto trabajador que se la pasa todo el día dando puntadas y tomando medidas para coser y hacer trajes o ropa ajena puede llegar muy lejos. Para lograrlo sólo basta que acierte con la oportunidad y que, además, tenga una suerte extraordinaria.

Nuestro relato nos muestra como un sencillo trabajador dedicado a las puntadas puede marcharse a recorrer el mundo alegremente con grandes esperanzas en su porvenir.

Un claro y fresco día de primavera nuestro sastre se lanzó a conocer el mundo. Llegó a un bosque muy grande, verde y frondoso, pero para su desgracia se extravió en su follaje. Desesperado, daba vueltas y vueltas en búsqueda del camino que lo condujera a poder salir. Cerró la noche y no tuvo más remedio que buscarse un cobijo en la espesura no sin sentir miedo en aquella espantosa soledad.

Es cierto que hubiera podido encontrar un mullido lecho en el blando musgo, pero el miedo a las fieras no lo dejaba tranquilo, por lo que decidió trepar al árbol más exuberante que encontró para pasar la noche. Era un roble muy alto. Subió con gran esfuerzo hasta su copa dándole gracias a Dios por llevar cargando la plancha con la que quitaba las arrugas de los trajes y de la ropa que hacía, ya que, de otro modo, el viento que en esas alturas soplaba muy fuerte, se lo habría llevado, y al caer, se hubiera herido o quizá matado con el golpe.

Pasó varias horas entre temblores y zozobras, hasta que, al fin, vio a poca distancia el brillo de una lámpara. Suponiendo que se trataba de una casa que le ofrecería un refugio mejor que el de las ramas del roble, bajó cautelosamente y se encaminó hacia el lugar de donde venía esa luz y se encontró con una cabaña construida con cañas y juncos trenzados. Llamó animosamente y se abrió la puerta. Al resplandor de la lámpara, vio a un viejecito de blancos cabellos que llevaba un vestido hecho de fragmentos de tela de varios colores.

– ¿Quién eres y que quieres?, le preguntó el viejo con voz estridente.
– Soy un pobre sastre a quien le ha sorprendido la noche, le respondió. Te ruego encarecidamente que me des alojamiento hasta mañana en tu cabaña.
– Sigue tu camino, le respondió el anciano de mal modo. No quiero tratos con vagabundos. Busca acomodo en otra parte.

El viejo se dispuso a cerrar la puerta, pero el sastre lo tomó por el borde del vestido y le suplicó con tanta vehemencia, que al fin el vejete, que en el fondo no era tan malo, lo acogió en su cabaña, le dio de comer y le preparó un buen lecho en un rincón.

El sastre no necesitó que lo mecieran. Durmió un sueño tranquilo y reparador hasta muy entrada la mañana y sabe Dios a qué hora habría despertado de no ser por un gran alboroto de gritos y mugidos que resonaron a través de las endebles paredes de la cabaña. Sintió nacer en su alma un inusitado valor. Se levantó de un salto, se vistió rápidamente y salió. Muy cerca de la cabaña vio que un enorme toro y un magnifico ciervo se hallaban enzarzados en furiosa pelea, acometiéndose con tal fiereza mutuamente que el suelo temblaba con su pataleo y el aire vibraba con sus bramidos. Durante largo rato estuvo indecisa la victoria, hasta que al fin el ciervo hundió su afilada cornamenta en el cuerpo de su adversario quien se desplomó dando un horrible mugido. Después el toro fue rematado a cornadas por el ciervo.

Asombrado, el atribulado sastre no se reponía de haber asistido a la batalla, en el momento en que corriendo a grandes saltos hacia él y sin darle tiempo de huir, el ciervo lo ahorquilló con su poderosa cornamenta. El sastre no pudo entregarse a profundas reflexiones pues el ciervo se lo llevó al campo en una desenfrenada carrera a través de montañas y valles, prados y bosques. Tomándose firmemente de los extremos de la cornamenta, el sastre se abandonó a su destino y tuvo la impresión de estar volando. Al fin, el ciervo se detuvo ante un muro de piedra y depositó suavemente al sastre en el suelo.

Más muerto que vivo, el sastre recobró la conciencia al cabo de mucho tiempo. Entonces pudo ver que el ciervo aplicaba su cornamenta con fuerza contra una puerta que había en la roca y lograba que ésta se abriera bruscamente. Por el hueco salieron grandes llamaradas seguidas de un denso vapor que hizo desaparecer al ciervo para siempre ante sus desorbitados ojos. No sabía el pobre hombre a donde dirigirse para escapar de aquellas soledades y encontrarse de nuevo ante los hombres. Estaba muy atemorizado cuando escuchó una voz que salía de la roca y que le decía:
– ¡Entra sin temor, no sufrirás daño alguno!

El pobre hombre vaciló durante algunos momentos hasta que, impulsado por una misteriosa fuerza, avanzó obedeciendo el dictado de la voz. A través de una puerta de hierro llegó a una espaciosa sala, cuyo techo, paredes y suelo eran de sillares brillantemente pulimentados y en cada uno de ellos estaba esculpido un signo que al parecer no era descifrable. Lo contempló largo rato con muda admiración, y cuando ya se disponía a salir, nuevamente escuchó la misteriosa voz.

– Ponte sobre la piedra que está en el centro de la sala. Te espera una enorme felicidad.

Tanto valor había tomado el sastre que ya no vaciló en seguir las instrucciones de esa misteriosa voz. La piedra empezó a ceder bajo la planta de sus pies y fue hundiéndose lentamente. Cuando se detuvo, el sastre miró a su alrededor y observó que se encontraba en otra sala de iguales dimensiones que la inicial. En las paredes había nichos que contenían vasijas de cristal transparente de color humo azulenco. En el piso, colocadas frente a frente, se veían dos urnas de cristal que enseguida atrajeron su atención. Al acercarse a una de ellas pudo observar en su interior un hermoso edificio, pero todo era en miniatura, aunque había sido grabado por un hábil artífice. (Continuará…)