Ventana Fotográfica: 1×300
Décima segunda entrega de la serie Ventana Fotográfica: 1×300
En realidad, al mono le da exactamente igual. Él mira, se inclina hacia un lado, se sostiene en la doble malla superpuesta y, como antes, como desde hace mucho, como desde hace siglos, le sigue siendo todo totalmente indiferente. Incluso su confinamiento.
Él es consciente de que el problema no es suyo. Y esa clara certeza, que asienta como ancla en su intimidad (porque los changos también cuentan en su ser con meandros de conciencia e introspección) le permite columpiar con plena tranquilidad el denso pelaje de su cuerpo, así como su despreocupación.
Sus ojos han aprendido a mirar con esa misma pregunta atónita con la que lo observan los que acuden al zoológico los domingos a fin de contemplar a toda la fauna en exhibición y confirmar con alivio, y una disimulada sonrisa en la esquina derecha de los labios, su indiscutible humanidad, como si ésta estuviera emparentada con la bondad y la superioridad.
De hecho, el problema —y el chango lo sabe— está precisamente ahí, en ese otro lado de la malla: en todos esos seres humanos (tan diferentes por fuera y tan parecidos por dentro) que, obsesionados por resguardarse en su/nuestra dizque supremacía, se abocan enteramente a enclaustrar todas las expresiones de vida en interminables clasificaciones, taxonomías, divisiones y categorizaciones —siempre en riguroso orden vertical— que finalmente no hacen otra cosa que señalar las diferencias (hombre, simio; hombre, mujer; civilizado, bárbaro; cristiano, musulmán; blanco, negro; mestizo, indígena; legal, ilegal; hetero, homosexual) con miras al aniquilamiento o, cuando están de buenas, al llano sometimiento.
Y con la misma lógica que instalan mallas para encerrar, levantan muros y fronteras para separar. Solamente así, los humanos, han aprendido a dormir serenamente, pensando que de nueva vuelta pueden ahuyentar el miedo a la otredad, que los acecha como monstruo día a día.