Cada año cuesta más gritar "Viva México”
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Sin cuentos chinos

Cada año cuesta más gritar “Viva México”

 


Con el tiempo, el grito de celebración que desde que era una niña salía de mi garganta con fervor, se ha vuelto más espeso. Este 15 de septiembre recordé, con nostalgia, cuando coreaba desde mi casa ese canto de guerra que Hidalgo algún día invocó y que el presidente en turno replicaba. Recordé cómo en mis clases de Civismo de la primaria se me inculcó amar a mi patria, honrar a mis héroes y abrazar mis raíces. 

Pero esos tiempos de pintarme tricolor y olvidar, aunque sea por una noche, las heridas abiertas y las lágrimas derramadas, cada vez se vuelven más ausentes. No es que no venere la gastronomía ni aplauda la cultura; no es que no crea que “somos más los buenos” ni que no valore la alegría que siempre nos ha caracterizado, pero, de pronto, la inocencia de esa niña con trenzas que estaba feliz de pertenecer a México desapareció.

La razón no es ninguna sorpresa, crecí. Crecí y vi que no estaba segura en las calles. Crecí y vi que no podía darme el lujo de beber de más porque eso me hacía inmediatamente más vulnerable (un efecto para el que mis amigos hombres eran aparentemente inmunes). Crecí y volteé a ver que la democracia estaba fragmentada y el poder corrompido. Crecí y vi que la pobreza existía y que salir de ella no era cuestión de mera voluntad. Crecí y me cuestioné el criterio de Dios para destinar a unos a vivir una vida privilegiada, y a otros a una de supervivencia, de resistencia. 

Y sí, mi México también tiene cosas increíbles, paisajes formidables, gente con un espíritu envidiable…pero voltear a ver eso nos obliga a dejar de ver el otro lado, el grande, el real. Es difícil hacerle fiesta a los pequeños logros y avances, o a las cosas que por lotería geográfica e histórica nos tocó tener, cuando hay un Estado fallido; cuando “derechos humanos” es un concepto que no nos atrevemos a mencionar por lo irónico y absurdo que es siquiera intentarlo, y cuando no soy -ni seré jamás- capaz de describir la circunstancia de tantos mexicanos que viven en carne propia la negligencia de nuestros gobernantes. 

Basta con voltear a ver lo que ser mujer implica en este país. Todos los derechos que te dicen que tienes por haber nacido pero que no te dicen que desaparecen cuando se percatan de tu aparato reproductor. Las paradojas que arroja crecer en un contexto al que, además del conjunto de elementos que nos afectan a todos como mexicanos, se le suma un patriarcado que nos hunde más a quienes no somos parte de él: que nos  cosifica, que nos viola, que nos golpea, que nos mata y nos desaparece.  

Alegrarse porque la Corte despenalizó el aborto pero pensar que si fueran los hombres los que se embarazaran, esta lucha ni siquiera hubiera existido. Ver cada vez a más empresas poner a mujeres en puestos directivos, pero voltear a ver que, según datos oficiales, aún existe una brecha salarial que va del 22 al 33% y que, por supuesto, se agudiza más en mujeres con nivel socioeconómico bajo; con contextos en donde la oportunidad de estudiar y ‘superarse’, no venía dada. 

Si hoy pudiera encontrarme con esa niña que hace 15 años esperaba con ansias estas fechas para ponerse su traje regional y contestar eufóricamente cada ‘¡Viva México!’ que salía de su pantalla, no le quitaría esa dulce venda de los ojos que la hace tan feliz y que tatuó los valores y colores de donde nació, pero probablemente no podría contenerme las lágrimas al verla y recordar que todo eso que ella festeja y aplaude, se convertirá en un océano que estará destinada a nadar contracorriente. 

Sin embargo, no me iría sin decirle que incluso en esa incierta inmensidad, no está sola; que hay un ejército de mujeres que bracearán a su lado y con quienes podrá contar para, algún día, llegar al otro lado. Que no pierda esa -quizá ilusa, quizá esperanzadora- luz en sus ojos que la llevarán a trabajar por un país que no la condene, que no le impida cumplir sus sueños y que, algún día, llegue a ser todo lo que de pequeña creyó que era y sería.